Cuestión de tamaño
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    -Todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar.

Yo soy de las que no saben hacer una maleta. Las mías resultan o un prodigio de austeridad o un vuelco de armario. Y eso que he contado con una excelente maestra: cuando he tenido el privilegio de acompañar a la escritora mexicana Elena Poniatowska, me he maravillado ante su talento práctico –aunque ella afirme lo contrario y recuerde a su exquisita madre capaz de acomodarlo todo entre hojas de papel de china- a la hora de disponer del exiguo espacio de una maleta para guardar su ropa, sus libros, sus maravillosos regalos mexicanos plenos de color… Y recuerdo con una sonrisa, la plática deliciosa entre Elena y Margo Glantz, perfecta conocedora no solo de Sor Juana Inés de la Cruz, sino de toda tela susceptible de ser doblada en una maleta sin arrugarse. A Glantz le gustaba viajar ligera de equipaje, comprar zapatos españoles en las rebajas y si se terciaba, hacerse con una maleta nueva para regresar tan cargada como Elena, a quien nada satisfacía más que llevar regalos a los suyos. Nuestras charlas sobre valijas, cargamentos de libros y dádivas darían para un relato coral de exceso de equipaje, de amor, de encargos, de dobleces, mochilas y experiencias. Charo, todo cabe en un jarrito…

Son las tantas de la noche y estamos tropezando por los pasillos de un centro escolar vacío donde se pasean los fantasmas de los alumnos que no caben en las medidas de una pandemia que nos ha convertido en delineantes de las aulas. No caben. Pues tienen que caber. Que no. Pues te vas a dar clase a audiovisuales. Lo poco que duermo en estas jornadas imposibles está lleno de cabezas que desbordan el aula, que no oyen mi voz ahogada por la mascarilla y que no ven la pizarrita minúscula. No es cuestión de tamaño, sino de necesidad ¿Me puedo ir al patio?

-Molestas a los de Educación Física.

-¿Y al parque?

-Te vas a morir de frío.

-¿Me dejas el salón de actos?

-Que te he dicho que ahí están los del ciclo.

-¿Y la biblioteca?

-Ahí voy a meter a los del grupo nuevo de segundo.

-Pero yo no puedo dar clase en audiovisuales, no caben.

-Pues es lo que hay.

Mi director es de pocas palabras. Me siento como delante de mi maleta mexicana cuando hacía la tesis y no existía internet. Todo mi material de trabajo, papeles, libros, apuntes, grabaciones… tenía que meterse a presión mientras Elena se despedía de mí con una figurita preciosa –para tu madre-, un rebozo exquisito –mira lo que te traigo-, otro puñado de libros –te los encargo para Rocío Oviedo, de la Complutense- y el grito de mi amiga Neli, mexicanísima cuando ya me había sentado para cerrar la cremallera… Que te dejas el alebrije y este es de los que no vuelan…

La vuelta a las aulas es una cuestión de espacios. De achuchar lo imposible, de estrechar el lazo que nos oprime. No caben, no entran, no hay separación higiénica que valga. Ponemos una carita sonriente en la puerta del baño para advertir que solo pueden entrar dos… sin embargo, ante una urgencia y la falta de tiempo ¿Quién va a respetar a nuestro Smile sin aparato urinario? Hasta la cafetería, que huele a chicles y tiempos felices, nos va a servir para amontonar a unos cuantos de las optativas.

-¿Y si los meto en un pasillo?

Elena acomoda sus zapatos como Doña Paula Amor, su elegante, su exquisita, su heroica madre que lo mismo fue modelo de Schiparelli que conductora de ambulancias en la Segunda Guerra Mundial, le enseñó a hacer. Con mimo y delicadeza, práctica y resolutiva. Daré clase donde sea menester y dejaré de quejarme. Mis compañeros en el arte de meter y sacar sillas y mesas, es decir, el equipo directivo –para lo que hemos quedado, dice la historiadora del arte- se extrañan de verme callada ¿Le pasa algo a la del “no caben”?

-Todo cabe en un jarrito, sabiéndolo acomodar.

A veces tengo que recordar, hoy día del Grito sobre todo, lo mexicana que soy y lo mucho que extraño a Elena. Qué viva México.


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