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Los intensos han vuelto. Se supone que en el verano crecen en sabiduría y bondad, como cuenta el evangelio, pero los ellos todo lo han echado en centímetros de más. A los intensos, la serenidad pandémica les ha durado bien poco y se comportan como si no hubiera un mañana ni un COVID en estado de alarma, lo suyo, de nuevo, es el apelotonamiento y sortear las normas con alegría… y venir a enseñarme las pupitas.

-Es que me pille el dedo con la puerta y necesito una tirita.

Lo de la sana distancia es una quimera con los alumnos. El dolorido casi me mete la uña rota y el dedo sangrante por la mascarilla, y al que le duelen la cabeza y la tripa porque no entiende nada en la clase de matemáticas, ni en la vida en general porque acaba de llegar de otras latitudes más benignas, no le puedes decir que no se te arrime tanto. Todo lo más acariciarle la cabeza, apretarle un hombro. No te preocupes, tranquilo, pregúntale al profesor. Al intimidante mundo del instituto los hay que llegan envueltos en una sensación de miedo que olemos. Otros, sin embargo, parecen felices aunque bajen por una escalera que no les corresponda, entren a manadas en los baños, se sorprenden cuando les decimos que se quiten la capucha, que parecen una fila de monjes goliardos. Lo del silencio monacal no es lo suyo.

-¿Me pones la tirita que yo no puedo?

Al pupitas de turno lo que habría que vendarle es la boca, no para quieto ni callado. A otros les va el malestar general y entonces les tomamos de nuevo la temperatura y rezamos para que no nos salgan positivos. Esto es un deporte de riesgo. Al catarroso lo ponemos a ventilar mientras en el recreo, como no les damos un balón, juegan al fútbol con piedras o una botella de plástico irreconocible. No pueden evitarlo.

Camino de casa, los veo sentados en un banco, desafiando el frío y  la humedad. Juntos como polluelos envueltos en sus plumas. Están inclinados sobre el móvil y se lo pasan. Apiñados, apretados, las largas melenas de las chicas, mezclándose cuando se enseñan algo en esa pantalla que ilumina, como una vela sagrada, sus rostros próximos. No hay distancia y las mesas se aproximan en sordina, se pasan los bolígrafos y solo se separan los unos de los otros cuando nos ponemos a darles voces amortiguadas tras la inevitable mascarilla.

-A estos se la suda la pandemia.

A los intensos les gustan los pasillos. Si yo lo entiendo. Cincuenta minutos con el culo en una silla son demasiados. Hay que levantarse, ir a ver al vecino de enfrente y hasta darse un garbeo por el baño del otro piso. Si lo entiendo, son físicos, están sanos, son inquietos, no paran los intensos. Sin embargo, la obligación hace que vaya, pasillo por pasillo, baño tras baño a recordarles aquello del protocolo COVID y a amenazarles con un parte. Me miran como si todo fuera nuevo y no estemos otra vez al borde del confinamiento. Me miran divertidos, inocentes, limpios, traviesos, intensos. Se ríen y me gustaría reírme con ellos, mis deliciosos, mis insoportables, mis maravillosos intensos. Y entonces recuerdo todo lo que nos opaca, y vuelvo a repetirles… distancia, distancia, distancia…

-Es que me duele, me duele la garganta.

Y uno cruza todos los dedos para que solo sea eso… qué tiempo más intenso. Pupita…    

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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