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Se angostan las flores de cuneta salidas en tiempos de retiro y asistimos al final de un mayo extraño que hemos vivido embozados, los ojos hechos a la pared, al abrigo de sus muros, de las pantallas, de la casa que es cárcel, que es oficina, que es refugio, que es capullo del que salir a caminar tirando de la traílla del perro, de las ganas del niño, de la calma del mayor… ahí donde la ciudad revienta de ramas, de flores, de pájaros atónitos porque nada se mueve… y este extraño tiempo, tiempo detenido, tiempo muerto, tiempo pleno de lo que no entendemos y apenas sospechamos, aunque se sucedan las despedidas ajenas, la geometría de las camas de hospital improvisado, morgue sufriente… tiempo que parece no ser nuestro, ni siquiera en el momento en el que salíamos a la calle y aplaudíamos a los elegidos para lidiar en la trinchera que tanto temíamos.

Se ha angostado también nuestro corazón: asistimos a la pena felices de no sentirla directamente, allá donde se araña el miedo a ser nosotros, los nuestros, el vecino, el conocido… por eso abandonamos en aceras y  cunetas, el guante, la mascarilla, el residuo del temor. Nos hemos hecho plástico protector, insensible sentimiento de quien quiere liberarse y ocultarse: que no sea mío el enfermo, ni el negocio cerrado, ni el despido, ni el cierre, ni la responsabilidad. Cavamos el agujero y ahí nos metemos, extrañamente protegidos de toda perturbación, asistiendo a la guerra dialéctica de unos abuelos que ahora mueren solos sin entender por qué estamos revolviendo de nuevo el avispero del pasado en vez de conjurar el presente, pedirle al futuro que sea cuidadoso, ético, sostenible… La nueva normalidad no es más que la etiqueta de nuestra estupidez sostenida: es la sempiterna dejación de la obviedad: cuidar la casa, mantener la vida, darle importancia a lo que verdaderamente lo tiene, afecto, salud, conciencia, belleza, serenidad, gratitud…

Y silencio… ese silencio hecho trizas en el foro en el que la palabra debía construir el edificio en el que vivir todos. Es un estrépito vano de tormenta eléctrica que no trae lluvia, sino ruido y temor al pedrisco en tiempos de espigas en sazón, a punto para la cosecha. Es la innecesaria estupidez de una violencia malencarada, de un poder que debía servir para avanzar y no para echarse en cara un pasado no resuelto ¿Qué pasado lo está? Los padrastros de la patria no merecen más que un distraído mordisco para retirarlos de la punta de los dedos, lamer la herida un poco y continuar trabajando, llevando a manos llenas la ayuda que ahora todos necesitamos: coser lo roto, zurcir el desgarro, dar y recibir, acoger y abrazar aunque sea con los ojos, sobre la mascarilla que nos cubre los miedos… miedo a pensar en lo que ha pasado, en el moridero de la residencia, en el respirador que no cesa, en las llagas en la cara de un sanitario que ahora se asoma, agotado y confuso, a la terraza llena donde los privilegiados beben su alivio. Este tiempo raro tiene un tacto de plástico. Y un poso de tristeza pese al sol que nos calienta. Mientras, la piedra y el cristal nos miran, ajenos a todas nuestras miserias. 


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