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Tienen los membrillos promesa de dulzura mientras su dureza se dora al compás del final de septiembre, veranillo que promete luz y calidez de seda acariciada. Este árbol generoso que apenas puede con su carga se llena de posibilidad de azúcar y cuchara de madera para remover el postre, endulzar el queso blanco de la boca desdentada, poner la granulosa promesa de la golosina en la boca de los que aún recuerdan lo hecho en la casa con sudor frente al fuego de la cocina y horas de remover la cazuela…

Era mi madre de esas mujeres apañadas que habían aprendido de la Sección Femenina en teoría y en la práctica, de la pura falta, la necesidad de utilizar los retales para otra cosa, las sobras para el día siguiente, los hilos y los botones para llenar tarros de cristal y cajitas de lata. Doblaba mi abuela cuidadosa, morosamente los periódicos y el poco plástico que entraba en la casa para forrar cajones, cubrir anaqueles que se llenaban de aquello que nos regalaba la temporada y se convertía en conserva para todo el año, en matanza que colgaba de las vigas como alimento seguro. Y se iba a las tiendas profundas, misteriosas, donde, una vez al año, se compraban las buenas telas para hacer ropa, ajuar de casa, metros y metros que ahora metemos en la lavadora de un solo gesto… qué quietud impávida tiene el lienzo de las sábanas de tías y abuelas que bordaban letras de nombres a los que nadie llama y que siguen frescas para el verano, arrancadas del cajón más oculto por ese deseo mío de hacer vivir lo heredado y que mi madre no puede criticar ya aunque le recuerde el tacto que esa no es la sábana de tergal del diario…

Porque había un hato de diario y otro de fiesta, de domingo, de visita que se preparaba con mimo, con mantel bordado, con servilletas blancas de puro guardado. Y salían a relucir las copas, los mejores platos y los cubiertos frotados que no eran de plata y que ahora conserva mi tío porque era tan poco lo de esa casa que nos lo hemos repartido con cuidado. Con el mismo que se guardaban los abrigos buenos, el vestido de la fiesta, el zapato rellenado de periódicos para que no se deformase, el traje con chaleco… y el reloj con leontina que se guardó en el bolsillo del corazón, en lo más profundo de nuestro recuerdo. Objetos pocos y con alma, de digna posición donde se contaban con los dedos de una mano las posesiones y de los ancestros solo quedaba un plato, un tenedor de hierro del bisabuelo de la fragua y un puñadito de tierras labradas con sudor. Y es de esa tierra de la que sale el árbol que da membrillos, ahora retorcido de peso de promesa, de dorada y futura dulzura, de recuerdo de cuchara de madera removiendo el tiempo y la memoria. Y sabe a tierra y a paso del tiempo el mordisco de la fruta que se macera, puro sol de veranillo en el otoño que comienza.


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