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El
día era magnífico y los turistas, que habían acudido como moscas
al sol, aprovechaban para visitar las esculturas al aire libre. La
más visitada era una inmensa araña de hierro de ocho metros de
altura y más de siete de diámetro. La gente se ponía debajo para
fotografiarse. Un niño, aferrado a una de las patas, de pronto se
volvió hacia un grupo de gente y gritó ¡Se mueve, mamá, la araña
se está moviendo! La madre y las personas que se encontraban cerca
miraron con incredulidad. De pronto, la pata que el niño abrazaba
se despegó con brusquedad del suelo, haciéndole perder el
equilibrio. Asombrado, más que asustado, gritó de nuevo: ¡Mamá,
te dije que la araña se estaba moviendo! A continuación, una tras
otra, las ocho patas del gigantesco insecto se despegaron del suelo y
empezaron a moverse. Siguió una confusión de gritos y carreras. La
araña se movía por la explanada a pasos cada vez más rápidos,
aunque sin rumbo fijo y dando traspiés. Tan pronto caminaba para
atrás como para delante. Las personas, en la precipitación de la
huida, y para no ser pisadas mortalmente, abandonaban bicicletas,
carritos de bebé y patinetes que, al paso de la araña, quedaban
como piezas de puzzle. Alguien tuvo la suficiente sangre fría de
llamar por teléfono a la policía y avisar del suceso, aunque no
debieron darle prioridad, porque cuando llegaron los agentes, dos
horas después, ya había terminado todo. Mientras, la araña, que
parecía perdida, deambulaba de un sitio para otro y lo hacía de
lado, como se desplazan las arañas. Cada vez que cambiaba de rumbo,
la gente gritaba y corría. Algunos se refugiaron junto a las
escaleras, otros junto a la barandilla y los más rápidos subieron
por la rampa que conducía a la salida. En uno de sus cambios de
sentido, la araña se encaminó directamente al mar.

Nuevos
gritos y más carreras de los que se habían arremolinado allí.
Atraída por las voces, caminó veloz hacia el lugar del que
provenían. La pata, al golpear contra la barandilla, hizo un ruido
metálico, después perdió el equilibrio y estuvo unos segundos
tambaleándose sobre la baranda, durante los cuales, y a medida que
el cuerpo se inclinaba a un lado o a otro, los gritos se
intensificaron, hasta que se precipitó definitivamente al agua.
Dentro del mar, sus esbeltas patas trataban de alcanzar la orilla
chapoteando inútilmente, pues a cada nuevo intento se hundía más.
El esfuerzo la había agotado y apenas podía moverse. Justo antes de
hundirse, los curiosos que nos habíamos aproximado al sitio por el
que había caído comprobamos que a su enorme cabeza de hierro le
faltaban los ojos.

Cuando
las ondas del agua desaparecieron y la superficie quedó lisa, como
si nada de aquello hubiera sucedido, los turistas se dispersaron y,
con la calma recuperada, recogieron los restos de sus pertenencias
desperdigados por toda la explanada.


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