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Ahora, cuando se están celebrando las Olimpiadas en Tokio, se ha puesto de moda el que
los lugareños presuman de sus propios triunfadores que (para quien así lo expresa) son
los que triunfan y han nacido en el lugar donde ellos viven, o viceversa, aunque sólo lo
pisen (el lugar) en el verano o incluso nunca lo hayan hecho.

Si nos atenemos al propio nacimiento, la mayoría de las veces el vitoreado (hombre,
mujer) no es de allí propiamente, lo son sus padres, abuelos u otros ancestros,
expatriados -por propia voluntad o la de otros- de la localidad donde vieron la luz por
primera vez, en busca de una vida mejor. En esa apropiación, parece influir un
convencimiento íntimo de que un punto determinado de salida del vientre materno puede
otorgar unos talentos especiales para la victoria, o aún mejor, que los éxitos de los
particulares, lo son también de los territorios que tienen que ver con ellos, aunque jamás
(los territorios y sus habitantes) les hayan ayudado en nada.

Aquí ocurre como en las historietas de Astérix y Obelix, inventadas por Goscinny y Uderzo
en 1959. Ya conocen la trama. Todos los habitantes de la aldea gala tienen una fuerza
especial que les da la pócima milagrosa que elabora el druida Panoramix. De entre todos,
Obelix es el más forzudo, cayó de niño en la marmita donde se cocinaba el brebaje y el
tiempo que permaneció sumergido le dio una fuerza descomunal que le permite ganarse
la vida como tallador y repartidor de menhires. Pero sobre todo, le asegura pelear,
ganando a cualquier romano invasor con el que tropieza.

Les aseguro que el asunto tiene suficiente miga como para construir una tesis los
psicólogos. La importancia del origen como motivo del éxito. O, al contrario, la fortaleza y
el mérito de un lugar, tipificado por el número de personas triunfadoras fuera de su cerca y
que de algún modo se relacionan con aquel. Y hasta, ampliando al máximo los límites de
la sorpresa, la existencia de quien se siente orgulloso por tener unos coetáneos muy, muy
excelentes, trabajando fuera, en vez de que estén produciendo precisamente, aquí, en la
tierra propia. Para luz de la misma.

¿Pero no quedamos en que en nuestros pequeños lugares se vive no solo bien, sino
incluso mejor? ¿No utilizamos la igualdad para definirnos? ¿A que ton entonces el utilizar
los méritos ajenos para enzarzarnos?

Particularmente, porque la promoción de una persona pasa por múltiples caminos. Y si no
que se lo pregunten a un conocido periodista de la radio que el otro día estaba
particularmente alegre. Tanto, tanto, que hasta se le notaba en exceso. Lo habían
ascendido a un puesto importante y en su comunicación con los oyentes latía el orgullo
propio de haber llegado allí unos trece años después de comenzar como becario.
Oyéndolo, no pude menos de admirar la fuerza que suele tener una ilusión y un deseo,
motores importantes en la evolución de cualquier persona que nunca es preguntada
sobre donde quiere nacer, ni en que familia. En el caso citado, a mayores, se da la
circunstancia de que el ascenso se produce -no solo por méritos propios- sino por la
marcha de quien antes allí estaba. Nada que ver, desde luego, con el sitio de origen.


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