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Imagen: F. Sánchez Gómez.

  La retórica perfecta de los aeropuertos nos lleva de un lado para otro en ordenadas filas, versos perfectos de gentes disciplinadas que hacen cola, aguardan frente a pantallas vertiginosas, cruzan distancias infinitas y arrastran su vida protegida por las cuatro paredes de una maleta. Es la épica de la organización y la ingeniería, el triunfo de la lengua franca, el ordenado caos que nos apresa en ese espacio que, milagrosamente, se desprende del suelo mientras algo en mi interior dice: nunca más. Como el cuervo del poema de Poe, Never more, la voz cavernosa me susurra mientras el estómago vuela hacia la boca y siento que dejo el alma en la tierra, never more… la próxima vez vas andando, o pagas el AVE, o de plano no vas. Porque detesto volar con todas mis fuerzas, aunque soy perfectamente capaz de superarlo y sentarme de nuevo entre dos desconocidos, abrocharme el cinturón, escuchar los consejos que nadie oye y sentir como todos mis buenos propósitos se desprenden de mi cuerpo, never more.

Detesto volar y vuelo, soy ese disciplinado soldadito que toma las medidas de mi equipaje de mano, permanezco a la espera pertinaz con la tarjeta de embarque y el documento de identidad mientras a mi lado, la gente, relajada y a lo suyo, parece pasarse la vida de cola en cola. Está el ejecutivo con su equipaje mínimo, su traje y sus modernos auriculares que aprovecha cualquier espacio de tiempo para trabajar. Está la parejita joven que se hace arrumacos y se intercambia las bolsas del Duty Free mientras se promete unas vacaciones de lo más melosas. A su lado, el guiri de la mochila imposible parece capaz de recorrerse el mundo, ese mundo que, a los abuelos ya convencidos de las bondades del avión, les parece todo un gran viaje del INSERSO. Volar es para todos los públicos, los niños arrastran su maletita, perfectamente integrados en la cola donde una chica acaricia a su perrito, tan disciplinado que imagino la cantidad de pastillas que se ha tomado con el agua. Voces diversas, torre de babel en la que suena la megafonía y solo hacemos caso a lo que está escrito, la cinta que nos lleva por las galerías del alma, limpias, pulidas, donde ruedan los días, las maletas y hasta las prisas.

Es extraño y perturbador el aeropuerto. Da igual en qué ciudad estés, las tiendas son las mismas, los carteles nos recomiendan las mismas cosas, iconos universales. Vamos y venimos sin cambiar de costumbres, usamos las máquinas, la comida prefabricada mientras nos ilumina una luz artificialmente feliz, plena de objetos que no necesitamos y que luego arrastramos como un recuerdo del viaje aunque quizás no nos hayamos movido… porque vamos a una ciudad llena en sus calles centrales de las mismas tiendas que hemos dejado en nuestro lugar de origen. Es el triunfo de las marcas que se repiten en todas las ciudades, el logo que no cesa, el recuerdo de que viajamos sin viajar… sin embargo, qué extrañamente ordenado, raro, perturbador es este aeropuerto que recorro siempre desorientada. Un atisbo del mundo feliz que a todos nos uniformiza.


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