LA FASCINANTE VIDA DE LA ANTIFRANQUISTA DUQUESA DE VALENCIA

[Img #43096]Cómo me deslumbró la Plaza de Santa María, tan tuya, tan mía, plaza eclesiástica y administrativa, archivo lleno de historia, piedras que esconden tantos pasos, tatuadas por manos y pies aristócratas, donde el tiempo se refugia entre palabras muertas de archivos e iglesias con acentos góticos, donde yo escucharía los ecos de una caracola de pergaminos, niño de pies de barro, llegado al mundo entre las mortecinas luces de un pueblo, después absorto ante la austeridad del granito, plaza de Santa María, desde que el prelado Llopis Iborra la convirtiera en concatedral, en 1957. Al día siguiente, en los muros del palacio espiscopal cauriense, aparecía esta pintada: ”El burro abandonó la cuadra”. En la lejanía, el Conde de Canilleros, tras los balcones del palacio de Hernando de Ovando, legajos, raros e incunable de la historia cacereña, el general Villalba, las orlas sepias de los presidentes de la Diputación, las heridas bélicas del Palacio de Mayorazgo, el eco lejano de las bombas, aquel sol de julio de 1937, ayes y alaridos del bombardeo durante la novena de la Virgen de la Montaña, cinco aviones, muchos muertos y teñida de sangre la sotana blanca del obispo Barbado, cuando ayudaba a los heridos; y la lejana imagen de Alfonso XIII en Santa María y aquella premonición al regidor: ”Alcalde: De este Rey, solo queda el busto”. Hasta que llegaría Don Juan Carlos y lo recobraría, muchos años después.

 

Aquel friso de la plaza de Santa María, me arrebataría la mirada, hecho a la hopalanda plateada de los olivos. Ahora, en ese escenario, vería salir a una mujer exótica de un palacio, frente al de los Golfines, donde esperan “el Día del Juicio”. Al verla, quedaría tan turbado, que llevo su imagen como un escapulario laico, que reza: Luisa María Narváez y Macías, V duquesa de Valencia, descendiente del general Narváez, el Espadón de Loja, a quien ella admiraba. Al general Franco, Luisa María lo detestaba, porque ella respiraba libertad y buscaba, como Don Juan de Borbón, la aventura del mar. Su sueño de Estoril le llevaría, en ocasiones, a la cárcel, en los años sesenta.

 

Casada con el barón  Corondelet, padre del exministro Iñigo Cavero, se divorciaría pocos años después y viviría en el abulense palacio de los Aguilas, caserón renacentista que dejaría,  al Estado. En ese marco viviría rodeada de una importante colección de porcelanas – unas tres mil obras – y, para darle más fascinación a su vida, digna de una película de Federico Fellini – la Duquesa Roja, como la llamaban, “conviviría” con fieras amaestradas.

 

Luisa María – 1912 – 1923 – convocaría entre los muros de su palacio, cerca de la Puerta de San Vicente, a una élite de personajes, literarios y políticos. Hermosa y hedonista, bebedora y exótica, Luisa María haría de la vida un festín entre un baile de máscaras, en ese tiempo de silencio, como una actriz de Visconti.

 

Durante la guerra incivil, sería ayudante del General KIndelán y este quedaría prendado por una criatura de carmín entre las almenas abulenses, una modelo para un pintor italiano que se enamoró de Avila. Aquel espacio pétreo junto a la Puerta de San Vicente, desprendería tal olor a mar, que se confundiría con la llanura de la Moraña; y pobres hombres de posguerra, se acercarían como avaros ante un pil – pil de los nostálgicos del bacalao – Lequerica, el abuelo de José María Aznar, Sánchez Mazas, Lilí Alvarez, las novias de Primo de Rivera, Luis Escobar… – entre la amenidad verbenera de noches de vino y rosas bajo una luna castellana.

 

Así se despediría del mundo, un personaje novelesco, amiga del nazi León Degrelle, barroca, a la que tal vez, Teresa de Avila quizás habría convertido.