Digital Extremadura
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El tiempo, ese prodigio de la vida,
criba toda memoria; el tiempo es el dueño de la anarquía y de la soledad. Las
horas le transitan y le miden las distancias, siempre ajenas a la libertad y al
acomodo; las horas nunca bostezan ni se retrasan ni se quejan, cumplen con el
devenir en un absoluto silencio. Están vivas hasta que una exigua pereza
dominadora las hace muertas para conformar idiosincrasias del ocio.

 

            Horas muertas en los entornos de las
tardes del estío, como rito y adoración 
a las dolencias del sopor que alientan la apatía y convierten en inocuas
las esperas hasta que al sol se le ocurre desenfrenarse y colaborar en la
inercia para rumiar la actividad y desadormecer los músculos, tan ineptos en
las sombras, tan placenteros en el sosiego. Parece que todas las horas son
muertas en momentos determinados, que el tiempo se ha dormido y los solícitos
humanos dejan de actuar al compás exigido, ajenos a la importancia de la escena
y cansados de dedicarse a solventarles el bienestar a unos pocos, tan tardíos
en despertar y tan calmos en el vivir.

 

            Dicen los mayores que las horas son
para el confort, para domesticar los fracasos y distinguir mejor lo soñado de
lo real. Las horas -supongo- intervienen en los ciclos y los hacen extensos o
cortos, los desafían, los deterioran o los dignifican.

 

            Yo no sé de las horas muertas más de
lo vivido. Sé que intento huirlas aunque no con desespero; sé que la farándula
de este circo viviente se alía con excesivo apego a su culto y las conciencias
no resaltan precisamente por el descubrimiento de nuevos caminos y los modelos
ejemplarizantes no se insisten hacia el bienestar colectivo; y dicen los
mayores -que saben mucho de esto- que las horas muertas duermen amargamente a
las memorias y fortifican el desconsuelo pero que ellas mismas tienen su mágico
antídoto para fundirlas en tiempos de ajetreo apretando un solo botón de la
voluntad.


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