O
será que carecemos de líderes. La historia de las grandes conquistas está
fijada en la implantación del liderazgo, hombres, movimientos sociales, revoluciones,
algo, alguna referencia con capacidad para resolver los magnos proyectos; en
esta horda de próceres que acceden a dirigir los mundos, con toda su carga de
imperfección, sus regímenes autoritarios aún con vigencia, sus democracias
incapaces, su hambre, sus armamentos, sus conflictos bélicos y su desordenada
forma de entender a los seres humanos, en sus contextos íntimos y colectivos,
con todo esto de colapso, el resurgimiento del líder se plantea como
imprescindible.
Los
órdenes establecidos no se consienten en conseguir resultados de valor que
alcancen metas de bienestar. O habrá que establecer los fines o habrá que
discernir si es el bienestar uno de ellos o habrá que limitar los poderes o
habrá que borrar las cuadrículas del
cuaderno y dibujar otras con otras teorías o habrá que romper los esquemas y
las ideas o habrá que empezar a correr mundo arriba para no ser alcanzados por
el medio sistémico actual, que ya sabemos que pudre, envilece y mata.
La
constitución general de los líderes, ya sean prohombres o fórmulas, enseñará el
revés de esta farsa que nos ha conducido
a este desequilibrio a través de los cauces caducos hegemónicos y anclados en
la instauración de la codicia y el encarcelamiento del individuo como primer
elemento ejemplarizante de la simbología del bienestar.
De
ese bienestar aspirado queda un rescoldo de destiempo, capaz aún de encender
universos pero desasistido y ceniciento hasta la simulación del olvido. No es
el bienestar el bien jurídico a proteger, como antes, ahora ocupa lugar de
últimos en la lista y acaso nunca se precie su valía. El indulto a la golosa mercadería como medio de
distribución de débiles placeres tangibles y esporádicos, nos acorrala el
ímpetu y nos manosea asquerosamente la función del deseo de felicidad, si
remedio.