Desapareció del orbe controlado el bullicio
frágil y afable de la cabalgata de reyes, desapareció, como un ocaso, como un
arcoiris. El tiempo de los niños había cumplido su orden de caducidad y se
fueron cerrando los ojos, se durmió la ilusión, descansaron los sobresaltos. Es
la vida en tono suculento, con enigmas de mucho alboroto y claves de felicidad.
La sorpresa se subió a su enfado, el regalo
en papel brillante que alguien pidió a los reyes, permaneció en la soledad de
un rincón desconociendo la razón de su olvido. Una cinta de color amarillo le
servía de sujeción al envoltorio, el papel verde esperanza, la quietud del
lugar donde quedó perdido no tenía misterio ni consentía especiales grecas de
tristeza. El regalo no se escondió, se cayó en un simple rincón, detrás de una
larga cortina granate, sin ser advertido, sin ocultar intencionadamente su
identidad y sin protestar con gritos de fervor. Aquello le pareció un pozo sin
agua, profundo, donde nadie podría encontrarlo; era el último golpe a su
desolación como regalo sorpresa de la mañana de reyes, habían desocupado su
misión, ya era inservible.
A todo, el destinatario desconocía lo que
esperaba, no había pedido tal prenda, no sospechaba su existencia caída, no se
desaliñó su ilusión; tuvo en las manos regalos de seres queridos, no echó de
menos el regalo del rincón. A bien que se pusieran los hados a buscarlo, el
lugar tenía apariencias de imposible pero la casualidad –más tenaz que el
destino- puso unos ojos cerca del rincón y el regalo sintió el calor de unas
manos y tembló de satisfacción y llegó al alma que, sin esperarlo, saltó de
locura por aquel cinturón, más por el ritual de la pérdida que por su valor.
Esos días de ocultación le concedieron al regalo un plus de grandiosidad y
sorpresa tan inimaginable como real.