Hay que tener memoria. En la gestión pública se cometen aciertos y fallos, pero éstos hay que ponerlos en el fiel de la balanza antes de tomar una decisión. Es lo que hizo José María Aznar cuando se le presentó la dicotomía de la elección: Rodrigo Rato o Mariano Rajoy. Y apostó por Rajoy sabedor que, como buen gallego, analizaría las consecuencias de cada paso que diera y nunca hablaría por hablar sino desde la reflexión profunda de las circunstancias.
El escándalo en el que Rodrigo Rato se ha visto envuelto es una de esas situaciones en las que uno debe pararse a pensar con la cabeza fría. El presidente del Partido Popular lo ha hecho y no ha ajustado cuentas con su adversario. Ha dejado que él mismo presente la renuncia a la afiliación al PP de manera temporal hasta que la Justicia decida. Esto me huele a pacto. Tú te alejas de momento del Partido y no me buscas la ruina electoral. Y Rato, que da explicaciones vanas a lo que no tiene justificación, achanta la cabeza y obedece a su presidente; de lo contrario, y después del terremoto que las tarjetas opacas de Caja Madrid han causado en la calle Génova, se hubiese ido definitivamente…, pero por la puerta de atrás.
Es la Justicia la que ha de decidir si Rodrigo Rato es inocente o culpable de uso fraudulento de fondos de Caja Madrid, pero el daño al Partido Popular está hecho. La pírrica victoria sobre el pulso que echaba Artur Mas ha quedado en aguas de borrajas. Hasta la televisión pública, que se supone es partidista, dedica importantes espacios a la noticia. En su defensa sólo tiene que el magistrado del Juzgado Central de Instrucción número 4 le ha impuesto una fianza inferior a la de Blesa, lo que cabe deducir que el juez aprecia, por los indicios, que el posible delito fue menor, pero Rato no nos puede tomar por ignorantes y argumentar que el uso de las tarjetas opacas entraba dentro de su sueldo.
Rodrigo Rato fue el presidente que llevó a Caja Madrid a Bankia. Formó una estructura societaria que necesitaba 23.000 millones de euros de Bruselas, que logró, pero cometió el mayor error que se puede atribuir a un banquero: volvió a poner las comisiones de servicio. Después de trece años trabajando con Caja Madrid me tuve que ir a otra entidad bancaria porque las comisiones me ahogaban. No era suficiente con tener domiciliado el sueldo, la hipoteca y mil y un seguros de vida y de hogar; cada quince días te llegaba la cartita con las comisiones de servicio a pagar. Mientras él y otros muchos directivos de la entidad utilizaban tarjetas opacas. No sé cuál es ese color: mi tarjeta era verde con el oso y el madroño. Nada más.
Este hombre, que sentó las bases de una economía moderna en este país y que fue capaz de reducir la deuda pública y generar, dentro del Gobierno de Aznar, empleo, ha echado toda su reputación por tierra. Dice el portavoz de la Conferencia Episcopal Española, Monseñor Gil Tamayo, que la avaricia es el primer pecado capital. El Papa Francisco que el hombre es preso de la cultura del dinero, que el dinero se ha apoderado del mundo. Será así…
Pero, insisto, el daño al Partido Popular está hecho. No tanto como al PSOE, que a Pedro Sánchez no le ha temblado el pulso a la hora de poner las cosas en su sitio. Pero Sánchez no es gallego, ni es Rajoy. Al presidente español le cuesta decidir cuando ve la cosa fea. Y María Dolores de Cospedal le ayuda poco porque ha entrado en una dinámica muy de la Selección Española de Fútbol, que es echar balones fuera.