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EL OLIVO QUE NO CONOCIÓ MACHADO

OPINIÓN
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La otra noche pasearía por las calles desiertas de Soria, la “Soria pura, cabeza de Extremadura”, tan pequeña, han hecha al hombre. A esas horas, cuando, además, no existen serenos, únicamente se escucharían mis pasos, mis humildes pasos, cuántos pasos dejarían sorianos y no sorianos, ese día, sobre unas piedras mojadas. En ese silencio, como si buscara un poema, como si quisiera cantar bajo un cielo de lágrimas… Sí, en mi sentir, sin duda, me acompañaría Antonio Machado, ahora que se cumplen ciento cincuenta años de su muerte. Soria es una pareja de amor, rota por la incivil contienda. Soria es Machado y Leonor y corazón humilde y dormido. Sí, de verdad, quieres amar a una ciudad, acaríciala de noche, busca las sábanas de las nubes, qué te adormezca el silencio, ya no hay serenos, todo es, pues conticinio, haz de sus calles un paseo, una andadura inolvidable, “a mis soledades voy / de mis soledades vengo / porque, para andar contigo / me bastan mis pensamientos”. Siempre los clásicos…

 

Dejaría sobre las losas, mis huellas en sus ojos dormidos, escucha el silencio de los sueños – “y, los sueños, sueños son”. Quizás me mirara a la Luna, cuando las nubes alzaban su telón; y, sin duda,  recordaría a la gente que conociste y nos han dicho adiós sin despedirse. La gente ya no se despide ni recibe, pasamos muy deprisa por la vida, demasiado, sin duda, con lo que valen las palabras. Dejaría atrás la Alameda, dónde florecían los amores antaño, colocaría los oídos junto la románica iglesia de Santo Domingo y, en la lontananza, escucharía la voz pura de las monjas, las alondras se habrían llevado en sus alas laudes y maitines, cerca del Palacio de Jaime Marichalar – antes se veía a la Infanta Elena, no a estas horas, por supuesto, en el Collado. Nos tenemos afectos -. Allí donde yacen los rescoldos de la historia, la numantina Numancia es de ellos.

 

Sobre mis pasos, llevaría el conticinio y los poemas de Gerardo Diego, estatua presente a la puerta del Casino, en la arteria del Collado. Por esta calle, donde se ha escrito y se escribe la historia soriana, vuelan unos murciélagos, dejaré la Audiencia, me sentaré en una silla, junto a la iglesia de San Juan, y detrás ¡oh, Leonor!. Bella estatua, me siento y parece que me llama el Duero: “Río Duero /río Duero /nadie a cantarte baja…” Y allí me iré en busca el sendero de  la ermita de San Saturio. Ya no sé si existe o no santero y al que le dedicaría una bellísima novela “El Santero de San Saturia”. Qué  compañía tan callada y silente, como si sonara el arpa de Salinas, a esa altura donde se abre el cauce del Duero, qué, ante esta luna, no sé si sus aguas son de plata, si Duero, que suenas a copla y nocturno de Chopin, allí donde la luna siembra el campo de cenizas.

 

Nunca podré pagar, si no es líricamente, estos pasos, ni aduana ni fielato, que serán la gloria de tus días, cuando el hombre se siente hijo de un Dios menor. Sí, Soria mía, dueño yo de tus sueños, sin sereno ni policías, solo “el caminante / no hay camino / se hace camino al andar… Soria es una ciudad para agradecerle a Dios  el numen, la inspiración, el ángel que nos deja un poema donde quiera, que desde Colliure, donde moriste, Antonio, regresen los crisantemos de tu tumba, los recoja yo como se reciben los dones del espíritu. Loado sea Dios. Así voy dejando estos pasos por sueños y suspiros, algún dolor, cierta acidez, alguna fobia, el ronquido. ¡Todo, todo, todo! En  una noche, dónde los ángeles han bajado al Collado y Leonor, el corazón lírico y afectivo de Machado, duerme sola en el Espino, alejada  de las cenizas de Antonio, ahora que se cumple siglo y medio de su muerte, compañero en el Instituto de Baeza de Arsenio Gállego,  el vate /matemático que esparciría poemas – alas de oropéndolas – por las calles de Cáceres y en la Plazuela de Santiago, donde vivía. Cómo no sería su estro, que se cuentan sus poemas por días de su vida y moriría anciano, en Madrid, ante este humilde samaritano.

 

No, no olvidaré esa noche, como sereno mayor, labriego y contador de espigas de “Campos de Castilla”, que Machado derramaría su lirismo por el barbecho, allí donde la llanura embellece de oro la mirada, generosamente, para que el hombre descubra la hermosura de un verso de trigo en cada espiga. Todos estos lares, habría que proclamarlos como especie protegida de musas mayores de la tierra, para que, cuando no se posen, las derramen los labradores líricos en estos  pagos de Dios. No cesaré, por tanto, de darle gracias a El y a San Saturio en estos lares, donde he gozado de mieles, he conocido castellanos de cuerpo entero, líricos mayores y menores, a Dionisio Ridruejo y la honradez que corría por su espíritu.

 

Quién iba a decirme que, a un tiro de piedra, donde paso la noche, junto a San Juan de Rabanera, está La Plaza del Olivo. Hace años, en Salamanca, amigos míos, desconocían el árbol de la paz, de ahí que, una vez más, admire a este tallo viejo, retorcido y solemne. Quién decía que el olivo no resistiría el duro clima castellano. Pues ahí está,  hermoso y retorcido. Debe tener muchos años. No me ha dado tiempo a saber cómo llegaría hasta esta “Soria pura, cabeza de Extremadura”, ni quien tuvo la idea de dedicarle una plaza y, hasta un aparcamiento lleva su nombre. Qué tengan cuidado con sus raíces. Quién nos diría que el árbol de la paz tendría acomodo en esa plaza, a un tiro de piedra del Collado, donde sorianos  y sorianas cruzan sus miradas con un corazón en la pupila y la avidez de la curiosidad de la monotonía que brota de sus pasos.

 

Qué pena que Machado no esté junto a Leonor. Cantarla tanto para morir en Colliure. Yo he gozado de la amistad de su cuñada de Antonio y de su sobrina Leonor, que tiene noventa años. Cuánto sé de ese éxodo, la dureza de la estepa rusa, previamente la marcha urgente a Valencia y el duro “¡alto! antes de  llegar a Tarancón, en la provincia de Cuenca. Pero esa es otra historia, muy dura, que, algún día, te contaré, lector.

 

 

 


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