En las pocas ocasiones en que estuve en el Palacio de Liria, conocería a Cayetana, la duquesa, castiza y sevillana. Sería consciente, en esas visitas, de la grandeza de esa mujer y de la historia de España escrita por esa estirpe, que nace y discurre por las aguas doradas del cauce de la heráldica. Al verla, tan serena, observaría a una mujer que encarnaba la genealogía más importante de la Vieja Iberia, el río que nos lleva como una copla manriqueña, su figura como representación natural del caudal ornamental de la Historia, Casa de Alba –Alba de Tormes, ahora más teresiana -, que no dirían los niños holandeses, cuando sus padres, para que obedecieran, les decían:”¡Que viene el Duque de Alba!”.
Sería testigo, por ejemplo, de la fecha en que se prometería con Jesús Aguirre, ya alejado de los claustros eclesiásticos, hombre renacentista, capaz de aunar el sentido intelectual con lo prosaico de poner al día un enorme patrimonio. Jesús Aguirre representaría mucho, culturalmente, en la vida de Cayetana, tan española, capaz de rejonear y abrir paseíllos a caballo en Las Ventas.
Tras Cayetana, se escondía una mujer serena, sencilla, prudente hasta dulcemente castiza, con algo de acento inglés diría, pausada en la palabra, niña de la guerra incivil de España y de Segunda Guerra Mundial en Londres, donde su padre sería embajador de España. En ese Londres de la guerra, “Tanuca” tendría de compañera de clase a una nieta de Tolstoi y jugaría con la actual Reina de Inglaterra.
Durante mis visitas, sería testigo de la historia de España escrita entre esas paredes, y el inmenso patrimonio artístico, que se salvaría milagrosamente – las obras habían sido llevadas a Valencia, sede del Gobierno Republicano -, de las dieciocho bombas incendiarias, lanzadas por los nacionales el día 17 de noviembre de 1936. Únicamente se salvarían las fachadas.
No todo para “Tanuca” serían días de vino y rosas. Alejada de su madre, María del Rosario, enferma de tuberculosis, esta niña se quedaría huérfana de madre, a los ocho años; el médico de la familia era Gregorio Marañón. Por más que su padre estuviera pendiente de “Tanuca”, esta, sin embargo, llevaría sobre alma la pena de la madre ausente. Quizás esta pérdida influyera en ese corazón privado del afecto maternal; y que recurriera, en sus viudedades, a Jesús y Alfonso, siempre bajo la bendición eclesiástica. Antes de casarse con su primer marido, Luis Sotomayor, Cayetana estaría prendida por la figura torera de Pepe Luis Vázquez; su padre se opondría a esa relación.
Pisar Liria significaba recorrer mucha historia de España, abrir los oídos al eco del tiempo, como si las paredes hablaran y hasta se escucharan suspiros – Eugenia de Montijo, la exemperatriz – moría en el palacio, en el año 1920.
En aquellas estancias, donde se oía el silencio, en la parte superior de Liria, pasaría una tarde grata con Jacobo Siruela y su mujer Eugenia. Hablaríamos de libros, de su editorial, que vendería al amigo, Germán Sánchez Rupérez. Estas estancias invitaban a sueños y realidades. Por ejemplo, Don Juan de Borbón y su madre la Reina Victoria vendrían, tras el exilio, al bautizo de Felipe y se hospedarían en el Palacio de Liria.
Cuando se presentó mí libro, “Un Rey bajo el sol” en Sevilla, cuál no sería mi sorpresa al ver, nada más iniciarse el acto, como la Duquesa de Alba, se sentaba en la primera fila. Yo me levanté y le sugerí que estuviera en la presidencia – la obra la presentaba, la entonces alcaldesa de Sevilla, Soledad Becerril – y ella, muy cortésmente, se negaría y seguiría el acto con toda atención. No sé el porqué de su asistencia y hasta ignoro si se le invitó. Después charlamos y, naturalmente, le dediqué el libro.
Esa era la Duquesa, sevillana y castiza, la mujer que se ponía el mundo por montera, dicho con la expresión buena de la frase. Adiós, Cayetana, duquesa, castiza y sevillana. Qué la tierra te sea leve.