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GRIMAU: LA ETERNA NOCHE ANTE LOS FUSILES

OPINIÓN
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Cuánto cuesta cada letra para describir la noche más larga, eterna, ante un mal pelotón de fusilamiento, aquel 20 de abril de 1963. Esa tétrica espera en la capilla, cercana a la carretera de los extremeños que irían y vendrían de la tierra, a su entrada a este Madrid, “rompeolas de todas la Españas”. Allí, en Campamento, Julián Grimau esperaba la hora de la muerte, “en este mes de las lilas”, acompañado del único jurídico, Alejandro Rebollo Álvarez – Amandi, que acaba de fallecer, gran amigo de Adolfo Suárez, Interventor Militar, abogado, Presidente de Renfe y, especialmente, un gran hombre, acompañando a su defendido, en esos tiempos de la dictadura franquista, el único teniente, hombre de cuerpo entero, ante un juicio nulo de pleno derecho, tras cinco horas de liberación, cuando la vida de un reo no valía nada –“ que pase la viuda del acusado”-, decían, dominados por la costumbre, los que llamaban a los reos.

 

¡Qué España! ¡De nada serviría el alud ardiente  de ochocientos mil  telegramas! Ni las reacciones extranjeras, ni manifestaciones, ni las palabras de Juan XXIII, ni las de Krustov, ni la actitud del ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, ni la de su subordinado Fernández Bascarán.

 

Aquella eterna madrugada con olor de primavera, día veinte de abril, Julián Grimau sería llevado ante un chapucero pelotón de fusilamiento en el cuartel militar del barrio de Campamento, ante la inhibición de la Benemérita que, eso sí, se encargaría de custodiar el cadáver; y también se inhibiría el Capitán General de Madrid…Hasta que el propio General Franco diría la última palabra. Pobres jóvenes asustados e inexpertos ante una macabra acción. Sí, hasta veintisiete balas dispararían para acabar con la vida de este hombre y ¡qué chapuza para alargar la agonía¡. Al fin, un teniente del Ejército lo remataría con dos tiros. Antes, el reo de muerte pidió darle un abrazo a su abogado y ambos se abrazaron. Desde entonces, su familia llevaría en el alma esa cruz y el teniente acabó sus días en un psiquiátrico.

 

Un desgarro de voz de la cantante chilena, Violeta Parra se derramaría por el aire y los españoles volverían a oír el eco de disparos de tres años como tres siglos.

 

Así se despedía del mundo Julián Grimau, bautizado en la madrileña iglesia de San Antonio de la Florida, nieto de un médico e hijo de un inspector de Policía y dramaturgo. Nada se pudo probar de los hechos de Grimau, dirigente del Partido Comunista Español, combatiente en la contienda incivil en Barcelona, exiliado en Francia y América Latina, entraría clandestinamente en España y tendría una gran relación con Jorge Semprún y Romero Marín.

 

Un día del año 1962, Julián Grimau sería detenido en un autobús, ocupado por  tres viajeros. Un policía se acercó al conductor, le enseñó la chapa, detuvo el autobús, se apearon los dos ocupantes, mientras la policía detenía a Grimau. Ahí empezaría su calvario.

 

Yo he tenido la fortuna de conocer a su viuda y dos hijas. Ella trabajaba en unos multicines en Zaragoza, los Picasso; y gocé de su amistad, sin que, nunca, nunca, hablásemos de su tragedia. No hablo de años, hablo de épocas. Ahora me arrepiento de cómo nunca, con sensibilidad, pasáramos por alto, ese capítulo tan duro de su vida.

 

Casi sesenta tres años más tarde, qué ya ha llovido, el día 11 de marzo de 2015, fallecía en Madrid, Alejandro Rebollo Álvarez – Amandi, hombre del partido de Adolfo Suárez, gallardo y valiente, amigo de ese gran cacereño e ilustre catedrático de Psicología, José Antonio Ríos, quien me diría que “Alejandro Rebollo ha muerto”. No, no he tenido el placer de conocerlo, pero ahora que nos ha dicho adiós, qué casualidad que Grimau y Rebollo estén tan cercanos – marzo y abril -, aunque haya llovido tanto desde aquellos días de tristeza y muerte, lejano abril. Para ambos, ya “el tiempo es una cierta parte de la eternidad”.


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