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   Mi abuelo materno fue el primero que limpió mi mente de cualquier atisbo xenófobo.  Se llamaba Quintín Gutiérrez Alonso y había nacido el día uno de noviembre de 1899, que aparte de homenajearse a Todos los Santos, también es la efemérides de San Maturino y San Austremonio.  En el pueblo le conocían por Ti Quintín “El Frontino”.  Toda su vida se dedicó a cuidar de sus tierras, de sus vacas moruchas y a componer los huesos de los vecinos que se descalabraban y se descoyuntaban.  Tenía una gracia especial para ello.  Era hijo de Ti Juan de la Cruz Gutiérrez Montero y de Ti Isidora Alonso Corrales.

 

     En sus años mozos, fue quintado y embarcado hacia los riscos del Rif marroquí, cuando España se desangraba en absurdas guerras coloniales.  Corrían los años veinte del siglo del mismo nombre.  “Me jidun cabu primeru de camilléruh, del Cuerpu de Sanidá Melital, y yo vi horrórih en aquella guerra”, me relataba con un rictus de amargura.  Confraternizó con moros y judíos, con indios y negros.  Todos eran para él seres humanos.  Pero quienes no tenían un adarme de humanidad eran muchos espadones del infalible e intocable ejército español.  Por aquellos años, aviones españoles emplearon fatídicas armas químicas contra los rifeños, como el fosgeno, el disfosgeno, la cloropicrina y el gas mostaza.  “Dehcargaban lah bómbah -narraba mi abuelo- sobri loh puébluh, loh mercáuh y sobre lah águah de  loh méhmuh ríuh pa que quearan envenenáh.  Morían loh próbih dehgraciáuh a ciéntuh.  A mí me se regolvían lah trípah cuandu entrábamuh en aquélluh caseríuh y veíamuh a hómbrih, mujérih y níñuh ahfisiáuh, echandu ehpumarájuh pol la boca”.   Horrorosa muerte.  Aquellos gases dejaban ciega a la población, que moría por asfixia, entre terribles estertores.  La lapidaria y tétrica frase del rey Alfonso XIII, bisabuelo del actual monarca español, ha quedado grabada como ejemplo de la más abyecta de las xenofobias: “Lo importante es exterminarlos, como se hace con las malas bestias”.

 

     Mi abuelo Quintín, nieto paterno de Ti Pedro Gutiérrez Montero y de Ti Ana Montero Caletrío, fue degradado y enviado al calabozo a raíz de un enfrentamiento que tuvo con un sádico comandante, que no le iba a la zaga a aquellos de su mismo rango militar, esbirros de las SS en los campos de exterminio nazis.  En una refriega con los rifeños, mi abuelo, como cabo primero, mandó a unos soldados que recogieran con la  camilla  a un joven moro que había recibido un tiro en el muslo.  El comandante, al ver tan humanitaria acción, se acercó y, cuando lo estaban subiendo a la camilla, le propinó una fuerte patada y el rifeño se revolcó de dolor.  “No queó -refería mi abuelo- entoavía conformi el recabrón del comandanti y, cumu l,había queáu al dehcubiertu el múhlu al enfelí y se le vía el buracu del balazu, que l,había ahtilláu el méhmu güesu, jué el comandanti y le jurgó con un bahtón que llevaba en el méhmu bujeru pol andi había penetráu la bala.  Salió un chorru de sangri y el probi moru se retorcía cumu una culebra con lah ánsiah de la muerti.  ¡Qué dehgraciáuh eran algúnuh jéfih y oficiálih!”

 

     El coraje y la rabia se le subieron a mi abuelo a la cabeza y le asestó un puñetazo al comandante, que cayó noqueado al suelo.  Suerte tuvo de dar con un coronel de noble corazón que, enterado del caso, se encargó de enviar a otro destino, en primera línea, a aquel desalmado comandante y rehabilitar la figura de mi abuelo.  Pero quienes no estuvieron por la labor de rehabilitar la  memoria de  los rifeños asesinados por los letales gases que arrojaban los aviones españoles fueron el PP y el PSOE.  Presentaba el día 7 de septiembre de 2005, gobernando los socialistas, una proposición no de ley el partido Esquerra Republicana de Catalunya en el Congreso de los Diputados, en aras de que se reconociese el uso de armas químicas contra la población del Rif marroquí.  Sin embargo, la gran mayoría que ostentaban las citadas formaciones políticas no dejaron prosperar, desgraciadamente, aquella proposición.

 

     No se acabaron las patadas a los pobres infelices con aquella que propinó aquel miserable comandante del ejército español.  Han continuado en nuestros días.  He ahí a esa periodista húngara, una tal Petra Laszlo, pateando a esos sirios que huyen de la barbarie genocida que campa por sus fueros en su martirizada tierra.  Me viene al reciente recuerdo la entrañable y emotiva letra de una canción que acaba de sacar a la calle ese corazón tan grande del juglar argentino Rafael Amor, dedicada “a la memoria de Aylen Kurdi y de todos los niños víctimas de los conflictos bélicos y la intolerancia”:  “No me llames extranjero, que es una palabra triste,/que es una palabra helada, huele  a olvido y a destierro./No me  llames extranjero, mira a tu niño y el mío/cómo corren de la mano hasta el final del sendero…”

 

      A Petra Laszlo la han señalado miles de dedos acusadores.  Pero no deje de ser una cabeza de turco de toda una banda (mafiosa y psicópata la han denominado algunos analistas políticos) que posee los bancos, el control de los gobiernos y de numerosos medios de comunicación.  Es una cuadrilla de todopoderosos oligarcas que ofrecen dólares y euros a puñados a los bandos en liza y obtienen lujuriosos réditos.  Hay sospechas más que fundadas, a tenor de lo que se lee en cierta prensa honesta e independiente, de que, pese al embargo de armas a Siria y a otras naciones con latentes conflictos, ciertos magnates españoles y de otros países europeos, muy arrimados al poder establecido, han violado tales acuerdos y han presionado para que tales infames ventas se camuflen bajo secreto de Estado.

 

     Ellos (caricaturizados por agudos dibujantes como personajes de estómago prominente, encorbatados, enjoyados en dedos y muñecas, bigotín tipo fascista y ojos de hiena -perdónenme los peludos hiénidos- cubiertos por siniestras gafas de sol), son los mismos que urdieron la invasión y la destrucción de Libia y de Irak, previa introducción de grupos terroristas pagados con dinero de la CIA, del Mossad israelí o de otros grupos de Inteligencia de la Unión Europea. Los mismos que están canibalizando Siria. Los mismos que sostienen a los golpistas militares de Egipto y a los sátrapas de las dictaduras medievales y monárquicas del Golfo Pérsico, pese a pisotear un día sí y otro también todos los derechos humanos habidos y por haber.  El caso es  que el petróleo no deje de fluir y vaya a parar, junto con otros recursos, a las sucias manos de ellos.  Luego, los muy hipócritas, se rasgan las vestiduras y se mesan los cabellos ante todos esos cadáveres que flotan sobre el Mediterráneo o al ver las oleadas de seres humanos que irrumpen en suelo europeo, huyendo de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

 

     ¡Qué triste ser extranjero muerto de hambre! Pero al hambre, como a la mar, no se le pueden poner puertas.  Ante la desbandada, la derecha, como hizo históricamente llevada por un enfermizo patriotismo nacionalista, se ha puesto de perfil.  Si en este país Mariano Rajoy y los suyos han aceptado acoger a 15.000 refugiados, ha sido a regañadientes, oyéndose sonadas protestas de algunos destacados dirigentes del PP, por aquello de que “se pueden colar muchos yihadistas”.  Nunca fue la solidaridad una virtud de la derecha, pero sí de los ciudadanos de a pie, que tal vez no olvidan que sus padres o sus abuelos también fueron extranjeros emigrantes en diferentes países, donde tuvieron que acudir para buscarse el sustento.  Y saben también muy bien que más de medio millón de republicanos españoles fueron acogidos por otras comunidades extranjeras, generalmente de corte progresista, cuando huían de los vencedores de aquella guerra, sanguinarios golpistas apoyados por la derecha y las milicias parafascistas, por la Alemania nazi y la Italia fascista.

 

     De vivir mi abuelo Quintín, el que fuera nieto materno de Ti Leonardo Alonso Dosado y de Ti Antonio Jiménez Miguel, seguro que habría ofrecido su casa para amparar a todos los que cupieran bajo su techo.  Para él, nadie era extranjero.  Pero la sempiterna “Enlutada”, la que mueve la guadaña con destreza, le segó el corazón la víspera de un Domingo de Ramos, festejándose a San Nicecio y Santa Flodoberta.  Ya iba entrado en años y había dejado de apagar las colillas del cigarro, como hacía siempre en el estío, en su encallecida y ensalivada palma de la mano; mano franca y honrada, de recio campesino, dispuesta a chocarla con todas las manos del mundo, fuesen del color que fuesen.  Manos como las que cantaba el siempre presente poeta cubano Nicolás Guillén: “Para hacer esta muralla/tríaganme todas las manos/los negros, sus manos negras/los blancos, sus blancas manos…”  Una muralla que no les franquearía el paso al alacrán ni al ciempiés, al veneno ni al puñal, al diente de la serpiente ni al sable del coronel: símbolos todos ellos de los todopoderosos de la tierra.  No obstante, sí que dejaría paso al corazón del amigo, a la rosa y al clavel, al mirto y la yerbabuena, a la paloma y al laurel.

    

 

 

    


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