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LA TRIBU: PUBERTAD

OPINIÓN
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[Img #53175]Me levanto este penúltimo domingo de octubre con un sol que puja por zafarse de negros y densos nubarrones.  Ha diluviado toda la noche.  Oigo el rodar de coches camino del cercano y dominical mercado de Ahigal, cosmopolita lugar adonde acudimos, de vez en vez, para tomarnos los vinos con nuestra cuadrilla heterodoxa.  Paso mis pupilas por una revista y me desayuno con unas declaraciones del pastor trashumante y abulense Julio de la Losa: “He visto y padecido de todo.  También la solidaridad de la gente.  Una vez una chispa me mató a gran parte del rebaño y me ayudó todo un pueblo.  Ahora ya no creo que haya esa solidaridad”.

 

Pero sí la había cuando nosotros le echábamos redaños para ir forjando nuestra pubertad, a la que alimentamos con la ayuda de toda la tribu y, por ello, la superamos con creces.  Ya lo decía el poeta, ensayista y pintor estadounidense Edward Estlin Cummings: “Se necesita coraje para crecer y convertirse en quien realmente eres”.  Rodábamos de los nueve a los catorce años y experimentábamos toda una explosión anímica y física entre el revoltorio de los entresijos.  Nos sentábamos a la mesa con la conciencia muy clara de que “cuandu no tengu lomu, tocinu me comu”.  Aquella tribu, en la que nadie había oído hablar de colesteroles y de las que las sepias fotografías nos traen cuerpos tostados por el sol y más lisos que una tabla, nos instaba “a comel de tó y a besal el pan nuéhtru de cada día”.  Las faenas campesinas doblaban a la gente sobre la madre tierra, acerca de la que aquel otro poeta, filósofo y filólogo italiano Giacomo Leopardi dejó sentado aquello, hablando de la naturaleza, de “madre en el parto; en el querer, madrastra”.  Había que sudar y batallar en aquellas economías de subsistencia.  No había estómagos prominentes ni grasas que sobraran.  Al contrario de hoy en día, cuando nuestros ruralizados y pequeños pueblos, por no ser menos que la ciudad provinciana, montan costosos gimnasios para que los cuerpos fláccidos y gordinflones (¡ay del maldito consumismo y de los miserables potingues que llevan dentro!) puedan parecerse en algo a esos esculturales personajes del papel cuché y que les meten por los ojos las revistas del corazón y los canales cutres y casposos de la tele.  Ni caso a aquellos prohombres grecolatinos que hablaban continuamente sobre la importancia de tener una mente sana dentro de un cuerpo sano y que éste solo alcanzaría tal grado si realizaba ejercicio al aire libre; siempre al aire libre y pisando sobre las cicatrices epiteliales de la tierra.  Gusto y gana de pagar gimnasios cuando nuestros pequeños pueblos están rodeados de campos y pistas naturales, para llevar a cabo todo tipo de ejercicios.  O como me decía cierto día aquel buen paisano, ya metido en años y gran amigo mío: Teófilo Calle Caletrío, al que todos conocíamos cariñosamente como Ti Tiófilu “Correa”: “Ántih, naidi moh quejábamuh pol ehtal górduh, que tóh loh máh ehtábamuh flácuh y, agora, cuandu na,máh se comin cósah que no son naturálih, la genti se queja polque tiene múchuh quíluh encima. ¡Poh múchuh güertúh hay abandonáuh y qu,ehtán necesitáuh de una güena limpia!  Asín que lo mejol eh cogel el azaón pa abajal el barrigón”.

 

Buen consejo el de coger el azadón, porque aparte de sudar la gota gorda y rebajar el sebo, se realiza, a su vez, una obra de provecho, como es la de limpiar la finca y sembrar o plantar en ella productos naturales y ecológicos.  Azadón que también deberían empuñar algunos de nuestros políticos, como es el caso de nuestro Guillermo Fernández Vara, al que se le salen algunas carnes por las costuras y que hoy brinca de alegría porque triunfaron los abstencionistas y se despeja el camino para la investidura de Mariano Rajoy Brey.  Tiene bemoles la hipócrita alegría de este mandamás de las tierras belloteras, el que maldijo mil veces a Izquierda Unida por abstenerse ante la investidura del pepero José Antonio Monago Terraza, el que se escapó en un aeroplano a las Islas Afortunadas a cargo de las arcas públicas, por aquello de que tiran más dos tetas que cien carretas.  Se cisca en la abstención de IU y saca pecho por abstenerse para que Mariano siga haciendo de las suyas.  Todo sea para mayor gloria del bipartidismo y el mayor blindaje de sus cloacas.  Esperemos que la militancia extremeña, si es que de verdad se siente socialista, le pida y le ajuste cuentas.  Lógicamente, entre los militantes no están los que llevan años enganchados al carro de la política y, con tal de seguir chupando, le ponen una vela a Jehová, otra a Satán, una más a Ahura Mazda y otra más a Angra Mainyu.

 

Éramos púberes y la tribu nos educaba sin melindres de tipo alguno.  Nuestro mundo se circunscribía a las retorcidas calles del pueblo y sus términos municipales.  Conocíamos cada rincón, cada pájaro y su nido, cada mata y cada peña, imitábamos perfectamente a la zorra y la “caraba” (el cárabo, o sea, “la carabita del monti, que duermi de día y canta de nochi”) y sabíamos distinguir las “águah cánah” de las “águah mómiah” y bebíamos donde había que beber, que “el agua corrienti no mata a la genti, peru el agua pará a traición te matará”.  Hoy, ni osamos beber de las aguas que corren, contaminadas por las pulverizaciones que salen de esas mochilas donde llevan el tósigo los agricultores.  Dicen que van a curar sus plantas, y lo único que hacen es envenenar el campo, destruir la microfauna y alterar la cadena trófica.  La tribu ya no existía como tal cuando dieron en iniciarse las fumigaciones.

 

A galope comenzaban a cabalgarnos las teotosteronas (a los mocitas, sus estrógenos), pero nos mantenían en escuelas separadas.  Escuelas que, en algunos casos, eran nobles y bioclimáticos edificios levantados por la República y que, luego, en plena democracia fueron demolidos de raíz sin motivo alguno por alcalduchos de tres al cuarto en connivencia con impresentables políticos regionales.  Escuelas presididas por un Cristo crucificado, usurpado y monopolizado por el dictador que aparecía retratado a su vera, y en la que había varias filas de pesados y viejos pupitres, entre los que paseaba algún que otro maestro partidario de un terrible y antipedagógico lema: “la letra con sangre entra”. En otros pueblos, hablaban de docentes que ni siquiera tenían el título pero se lo dieron en aquella macabra tómbola de los méritos de guerra y de represión sobre los desdichados republicanos, los malditos rojos.  Los cientos de maestros asesinados y depurados por el franco-fascismo habían dejado muchos huecos y se suplían, en muchos casos, con individuos de dudosa honestidad pero de una fidelidad perruna a los vencedores de aquella guerra que aún no han condenado las derechas de este país.  Y es que, en sus subconscientes, se sienten legitimadas por los golpistas que la provocaron.

 

Cuando la escuela cerraba sus puertas, había que echar una mano en casa.  “El trabaju del niñu eh poco, peru el que no lo aprovecha eh tontu”, decían en el lugar.  No se nos cayeron los anillos por segar unas eras de forraje para las cabras, o por arrancar las patatas de sus tallos, o por llevarle el “berbaju a loh lichónih”, o por apañar aceitunas bajo la escarcha del invierno o por dar vueltas y vueltas con la trilla bajo la canícula de julio.  Ciertas mentes de salón (muchas de ellas con cierto pedigrí de progresismo) se escandalizarían hoy en día y hablarían de explotación infantil.  ¡Qué sabrán ellas sobre la tribu y nuestra contribución  a que la tribu siguiera siendo tribu! Y aún nos sobraba tiempo para quemar aún más las escasas grasas de nuestra anatomía.  La noche, antes del “aju de patata” o las  sopas y la “lechi migá” de la cena, ensordecía al pueblo con aquellos juegos que aprendíamos de los mozos que nos precedían: “la talla”, “guilín”, “la correa pol detráh”, “el cintillu”, “tantajerrera”, “el corchu mieleru”, “jarina, jarina”…, un sinfín de entretenimientos que nos llevaban a la carrera por calles y rincones de todo el pueblo y que hoy, por desgracia, se han perdido a causa de los aparatitos cibernéticos.  ¿A quiénes echamos la culpa de la obesidad actual de nuestros muchachos…?

 

 La tribu nos enseñó a no rendirnos y a una heroica lucha por la vida.  Por ello, muchos de nosotros, a quienes la tribu nos instó a mojar la oreja de los mojigatos y de los niños-bien y de los niños-peras que, a veces, aparecían por el lugar, salimos rebeldes y contestatarios y con gran conciencia social.  Por eso, cuando hace cuatro días sabíamos de la algarada montada por varios cientos de estudiantes  en la Universidad Autónoma a esas dos figuras de tan dudosa honorabilidad como son Juan Luis Cebrián y Felipe González, cuyas sombras superan ya con creces sus luces, no pudimos por menos que recordar nuestra época de universitarios.  Y disfrutamos viendo cómo los antediluvianos de la vieja política bipartidista se mesaban los cabellos y rasgaban sus vestiduras.  ¡Hatajo de hipócritas!  La calle y los edificios públicos son del pueblo y no de las élites corruptas.  No podemos permitir que los ocupen y monopolicen tales castas partitocráticas y con las manos manchadas.  En tal sentido, bueno es traerles como colofón a esta columna, a esos bocachanclas vendidos al neoliberalismo y que se emborrachan hablando, así como a sus teledirigidos borregos, estos versos de nuestro admirado poeta uruguayo Mario Benedetti:

 

                                            “no me quite las palabras,

                                            no cambie el significado

                                            mire que yo lo que quiero

                                            lo tengo bastante claro

 

                                           no me ensucie las palabras

                                           no les quite su sabor

                                           y límpiese bien la boca

                                           si dice revolución”.

                                          

     


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