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Viven el poeta y el columnista en dos apartamentos contiguos a la vera del río y además de su plática deslumbrante y exquisita, el regalo son las ventanas por las que pasa el agua, adornada de árboles y reflejos de plata, los patos y las gaviotas punteando la tarde más allá de la tetera. El río que riela la luz bajo los ojos de un puente de hierro, las hojas con su revés de acero y su rumor de viento que pasa. Era una primavera fría que ahora evoco en medio del tiempo tórrido que nos devuelve el campo calcinado, las hierbas que crujen a nuestro paso, el calor que abrasa y se vuelve consolador azul en la piscina donde cae el sol a plomo.

Tiene el plomo candente peso de asfalto que arde, recuerdo de una barandilla que no puedes tocar, paseo que no das sobre el granito de la tarde. La persiana nos guarda de todo mal y en la penumbra de la siesta, más allá incluso del sueño, las palmas de las manos resbalan sobre el libro. No hay fresca sábana ni hielo en el vaso donde no se condensa el ansía del frío, y sin embargo, la promesa de un invierno ruso de falta de combustible nos consuela en cierto modo de este calor inclemente sin mar ni charco, sin río que nos lleve más allá del manantial que no mana. Es la ciudad quieta, el tejado ardiente, el muro que quema… y se pregunta mi padre por qué no hay más árboles que den sombra por el camino cotidiano de sus afanes, por qué los coches siguen pasando con la premura que quema y pasan los días lentos como lenguas de fuego. Es el verano y se van de vacaciones las gentes de un barrio que ya no pone tantos carteles de cerrado porque no hay dinero para más allá de un fin de semana con lunes todo incluido, y la playa es promesa breve que acaba demasiado pronto.

Hace calor y el pueblo acaba su paso de cosechadoras, su polvo de alpaca recién apilada. Pronto llegará el espigadero con sus rebaños polvorientos, su sed de agua en abrevaderos improvisados. El polvo del camino y del cereal que deja crujiente el horizonte donde dan puntadas de verde cansado pinos y encinares. Ni una gota de agua en los humedales, ni una charca con algo más que barro donde había manantial. Pasa el helicóptero que arrastra su capazo de agua, se incendia la sierra cercana y recorremos los kilómetros ardientes de una carretera en las tierras de pan llevar, ahora peinadas por la paja recortada, apilada la alpaca del invierno. Como cada año, por no hacer mudanza en su costumbre, las gentes de mi pueblo pasean los peines amenazadores de las cosechadoras. Siempre fue así, riela el horizonte de puro calor y se suda la sienta porque te has levantado a las cinco de la mañana. No hay río que consuele ni charla con el poeta y con el columnista ahí por donde pasa el agua. Solo la caldera de los tiempos ahora más atizada, máquina infernal de lo que no vemos. Y quiero ser pato que pase entre juncos y ojos de puente, entre gentes que tienen la fortuna de vivir cabe el río, la ciudad por un momento detenida, agua que pasa, verano eterno.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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