charo scaled
Comparte en redes sociales

Socavada en la pared de adobe, encalada de blanco, la alacena de la abuela se cubre de puntilla de encaje y revela su austero tesoro de cristal y loza. Qué poquitas cosas de valor encerradas en la cajita de terciopelo envuelta por la mantilla de las misas de guardar, hundidas en el perfume ajado de un cajón o arca de madera. Todo ordenado con el pliegue perfecto del corazón, de la sábana bordada y el hato de los días de fiesta. Pana para el hombre, pesada y densa, seda para una blusa anidada en su brevedad de ajuar dormido. En los tiempos de diario, en las comidas cotidianas, los vasos de cristal, los cubiertos de siempre, las servilletas recortadas de un mantel de cuadros son la viva imagen de un tiempo sin lujos y sin necesidades. Y allá, en el cajón de la mesa de la cocina, para qué más, se amontonan las pocas bolsas de plástico bien plegadas y guardadas para un apaño, los útiles bien limpios de la cocina y un trozo de cordel. Nada sobra, nada inmuta el orden de los días. La casa parece tener una quietud consabida y hasta la silla de enea ocupa las mismas baldosas fregadas mil veces de rodillas.

En la alacena de todos los sueños queda un plato de la vieja vajilla de una bisabuela perdida. El regalo de boda que solo se usa para escanciar la fiesta de la patrona. La pieza de loza que ella resguarda porque está vidriada y le recuerda un lujo al que no pudo sustraerse. No hay nada más. El espacio es diáfano y entre las piezas respira el cuadro de mi recuerdo. Es el hueco del corazón donde exhibir la poca riqueza que se guarda con solemne cuidado. Y nadie entra en la estancia de silencios quietos, nadie toca lo que debe ser preservado. Es la reverencia absoluta de un recuerdo perdido como los nombres que se suceden en el árbol que puebla mi madre: mi abuela Aurora, mi abuelo Ángel.

Cuando se reparte el contenido de la alacena, pierde el cristal su brillo, la loza su magia. En nuestras casas abarrotadas de estantes sin corazón parecen destacar por su incongruencia. Alguien pregunta de dónde has sacado esta joya, de qué mercadillo, de qué vaciado de otros, de qué rastro donde anidan los platos desportillados y la porcelana inglesa. Y sentimos la rapiña de un tiempo sin misterios, cubiertos por la hojarasca de los días, la invasión de los objetos. Nos pueden la desmemoria y el amontonamiento, la casa pequeña y la pared ahíta.

La alacena de mi memoria sigue encalada con la blancura de la sencilla hondura. Destilado del corazón y de la posesión preciada. Me habla del amor por lo que se guarda, por la permanencia de lo eterno que contiene la esencia de un tiempo entregado de generación en generación. Y recorro de nuevo su perfil recortado en la blancura de los días, la eternidad del amor por lo que perdura, nombres que se repiten recorriendo la belleza de lo recordado, mi auténtica herencia.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


Comparte en redes sociales

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *