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Tenía ocho años y corría entre los árboles que abrazan a la Peña de Francia. Niña de palos y piedras, niña al fin de hojas, insectos, montoncitos de tierra. Niña en cuclillas sobre la arena. Una niña aferrada a una idea, la trenza enroscada, serpiente viva. Mamá ¿Podemos tener un gato? ¿Una culebra, una araña? Mamá, ya he limpiado a la Poppy y los pájaros necesitan mijo.

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Im: Fdo Sánchez Gómez.

Mi hija tiene una tortuga poeta que le regaló la profesora María Ángeles Pérez López en un rapto de entusiasmo del que todavía nos reímos, ella le hizo la bendita ofrenda con una sonrisa abierta y pura que se borró de pronto al ver mi cara de enfado. Creo que debería habértelo comentado antes, me dijo. Lo bueno de las amigas que son hermanas es que todo nos lo perdonamos, lo bueno de las hijas con aires de pájaro es que hacemos por ellas lo que detestamos. No quiero tener aves enjauladas y tengo dos. No quiero andar expulsando bichos diplomáticamente y lo hago a cada rato. No los mates, mamá, no uses el insecticida, mamá. Abre la ventana que se vaya, mamá.

Tengo una Greta en casa que es una talibana. Como esos alumnos nuestros que se ponen en huelga por el planeta y dejan la clase hecha una cochiquera, sembrando a su alrededor los plásticos de la desidia y del mal comer. Mi hija, sin embargo, es de las que predica y recicla, y riñe amargamente a quien se equivoca de bolsa. Lo suyo es la gruñidera, pero he comprobado antes de ser madre que las niñas bonitas, los gnomos dulces del bosque, mágicas Alicias, deliciosas Lilus Kikus, se vuelven aviesas quejicas, malvadas rencorosas cuando la edad nos las vuelve del revés. No reconozco a mi hija, me dijo una vez la madre de una de mis alumnas. La niña dulce reconvertida en un frasco de vinagre. La Greta malencarada que habla a la cámara, que baja de un tren aterrada. Hay que ser un malnacido para criticar a una niña, porque nuestras adolescentes protestonas, nuestras rezungonas habituales no dejan de serlo, niñas en la flor no del canto, sino de la queja y la protesta. Mamá, cierra de una vez el grifo. Mamá, qué haces tanto tiempo en la ducha. Mamá, mamá, mamá.

Vino al mundo en una tarde de niebla fría, y estuvo a punto de nacer subiendo a Béjar, por el valle del Ambroz. Creo que se tranquilizó pasando el cruce con Hervás y ya no dio más la lata hasta llegar a la Santísima Trinidad donde nos tocó esperar un quirófano libre. Por la habitación pasó todo el mundo a verme crucificada sobre la cama, preparada y atada al gotero. Y las horas se cubrieron de niebla y de frío mientras por la ventana, la ciudad se difuminaba en un anochecer resbaladizo. Carmen Martín Gaite decía que había nacido con sol y que le había sonreído a su madre, niña luminosa. La mía nació en medio de la niebla y la comadrona, ducha en todas las batallas, me la acercó un poco y se la llevó, a ponerla bajo una luz como si fuera un pollo malnutrido. Amarilla y flaca, larga y arrugadita. Ahí tienes a tu portuguesa ¿No se llama Fátima? Las cesáreas te dejan sola y arrinconada. A partir de ahora la recién llegada alarga su mano al mundo para que todo se lo ofrezcan. Y el mundo le entrega, apretada y prometedora, la semilla de su vida.

Tenía ocho años y era, como ahora lo es, mi niña bonita. Un hada de los bosques y de los sembrados de cebada en el pueblo de su bisabuela. Una niña mágica como ahora los son mis sobrinas. Un duende de luz al que le falta la trenza enroscada del resentimiento. Greta es una niña, una adolescente enfrentada al mundo que gruñe su descontento. Mi hija me reclama y aprieto la mano que todo lo contiene. En su palma, el regalo. La vida entera.


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