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Estamos en esa edad que nos junta en los velatorios de los padres de los amigos, que nos pone en la tesitura de hacerle la compra a una madre que antes nos llenaba la nevera. Un tiempo de hijos universitarios o de plano buscando el trabajo más allá de las fronteras, esos hijos que tuvimos tarde y que nos convertía en palabras de ginecólogos habituados a otras franjas horarias en “primíparas añosas” ¿Qué etiquetas tendremos ahora para mujeres que esperan y desesperan por ser madres más allá de la edad que a las nuestras les parecía natural? Hemos dejado atrás las fechas y los hitos y, sin embargo, la nuestra sigue siendo la edad de la aflicción, esa edad en la que los padres envejecen, los hijos crecen y el cuerpo se derrumba lenta, tenazmente.

Camino arrastrando el pie hinchado por la artritis reumatoide por calles feas y estrechas como pasillos donde el calor cuece el asfalto y los breves balcones vacíos. En las ventanas de esa casa que siempre me admiraba, ya no están los bonsáis que nos hacían alzar la mirada. Los cuidaba un hombre mayor que podaba los días alzando el pequeño tronco de los días, la diminuta hoja del arbolito truncado, condenado a la mísera tierra de su tiesto plano, a la maestría de un arte japonés de belleza de lo truncado, poda de bordado. Las ventanas ornadas de bonsáis eran un milagro cotidiano en esa diminuta calle sin verdores, tan lejos de las avenidas de árboles añosos, altos y anchos en su follaje de tiempo que hacen del paseo profunda frescura. Frente a los raquíticos troncos nuevos que aún no se han desarrollado y que sufren la contaminación como juncos frágiles, los ejemplares de los jardines antiguos tienen un empaque majestuoso, la copa protectora que nos devuelve el frescor de una primavera ahora devenida ardiente verano seco y desesperante. Son los jardines de toda la vida, son la certeza del paso del tiempo, la vejez sabia, la constancia de lo bueno.

Arden las ciudades y pienso en Lorca, porque él vio debajo del asfalto neoyorquino una gota de sangre de pato, el recuerdo palpitante de su origen de tierra pantanosa. Cemento y asfalto para hacer arder nuestra extraña vida por la que se cuela, juntura mal encajada, la hierba que, sin embargo, es más fuerte que nuestros intentos de cubrir de baldosas aquello que palpita. Y como siempre nos queda la esperanza, en el raquítico arbolito que medra pese a todo, una tórtola americana ha hecho su nido precario, su espacio de palitos y esperanza e incuba ahí, casi a ras de acera, la preciada riqueza de su huevo, la sempiterna tenzacidad de la especie.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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