El número de animales de compañía de los últimos años, en algunos lugares de España, de los que tengo datos, se ha multiplicado por 10 mientras las tasas de natalidad ya no cubren el relevo generacional. Si se mira con una cierta profundidad, más allá del “instinto maternal” y el deseo de continuidad de la familia y memoria, el tema del número de hijos, incluso cuando no se conocían métodos de control, o estos eran sumamente agresivos, como el aborto, o poco eficaces, como las hierbas, infusiones o la marcha atrás, de cuya existencia ya se tiene conocimiento en la Biblia y que lo practicaba un tal Onán, ha sido un asunto social. El número de hijos que eran un “regalo de Dios” en la filosofía más pietista de nuestra sociedad, en realidad respondía a unas necesidades más prácticas y egoístas, la de tener una mano de obra que se hiciera cargo de las tierras. Su abundancia, era una bendición, signo de poder, e incluso riqueza, más que una carga. La excesiva mortalidad, provocaba que el número también fuera una especie de seguro de vejez de los padres, pues los hijos que quedaran, tras las enfermedades y guerras, podrían ocuparse, ante la ausencia de “jubilaciones”, de ellos, cuya esperanza de vida, tampoco era excesiva, apenas si se llegaba a los 50 años, y hasta mitad del pasado siglo, una persona de 60 era ya un anciano venerable.
Todo ha cambiado, y en estos momentos, los hijos, aunque siguen respondiendo a esa necesidad anímica de proyección de cariño y continuidad en nuestra memoria, son visualizados, en una época de reajuste social, en el que la vida con la misma pareja, suele tener una fecha de caducidad y la inestabilidad laboral no permite planes seguros de futuro, como un problema a resolver, en lugar de algo asumido y resuelto. Los estados, no han sido capaces todavía de dar soluciones adecuadas a la cuestión de la compatibilidad laboral, ya que ambos componentes del núcleo inicial familiar, trabajan, y los niños, son una pieza a la que hay que encontrar su ajuste. Y aquí entran los abuelos, guarderías, o personas pagadas, que se ocupen de ellos.
El resultado, es que el tener niños no se encuentra en el horizonte de muchos jóvenes, y es visto como un problema por las personas mayores. Este síndrome de nido vacío, ha tenido como respuesta la inclusión en su mundo anímico de un elemento, que responde sin apenas problemas, a las necesidades afectivas, este es, el animal de compañía. Es cariñoso, no carga sobre nosotros excesivas responsabilidades, como lo hace un hijo, y es mucho más barato. Poco a poco, nuestra sociedad ha humanizado a los animales, otorgándoles un estatus a veces más permisivo que a los humanos, aunque son los dueños los que hacen abuso de ciertas situaciones, como el ensuciar las aceras y parques con los excrementos de sus mascotas. Como esta proliferación de animales de compañía es algo que irá a más, me imagino que los ayuntamientos verán, en esta circunstancia, una mina de la que sacar abundantes ingresos.
Me admira cómo las personas mayores se han adaptado, en poco tiempo, a un mundo y unas circunstancias inimaginables hasta hace poco tiempo. Bajará el número de colegios existentes, pero subirá el de guarderías que admitan a los niños desde los tres meses, las clínicas veterinarias, y ante la disolución del concepto de familia, las residencias de ancianos.
Pero quien sabe, quizás, hasta esto puede que cambie, ya se sabe que la sociedad cambia, antes cada siglo, ahora, parece que cada media hora.