Digital Extremadura
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  Viendo desde mi atalaya cómo los feligreses del lugar, cada vez más escasos y envejecidos, acuden a los oficios religiosos de la Semana Santa, me viene a la memoria la figura menuda, nerviosa y magra de Casta Gutiérrez Alonso, segunda mujer de mi tío-abuelo Primitivo Cabezalí Domínguez (aún le quedaría una tercera).  Yo no la conocí, pero me la describieron muchas veces.  Vino al mundo en la efeméride San Ursicinio y San Facanano, a la vez que lo hacía aquel político y abogado de extrema derecha y de triste memoria: el sudafricano Oswald Pirow, líder del partido protofascista “Nuwe Orde” (Nuevo Orden).  Era el día 14 de agosto de 1890.

 

     Refieren que Ti Cahta (así le decían en la población) era de escaso bocado y casi se alimentaba del aire.  No era extraño escucharla decir: “Me he comíu un pecinu fritu de La Rivera y ya tengu cundía la andorga, que vengu retumbandu”.  Era hija de Ti Ana Gutiérrez Alonso, de la que llevaba sus dos apellidos, pues su padre rezaba como desconocido.  Seguro que Ti Ana lo conocía, pero el secreto se lo llevó a la tumba.  Por ello, solo supo de sus abuelos maternos: Ti Andrés Gutiérrez Sánchez y Ti Antolina Alonso Paniagua. En una de aquellas antiguas bodas, que siempre se celebraban en el mes de septiembre, finalizada la cosecha, un paisano guasón, viendo que Ti Cahta solo mojó medio coscurro de pan en la salsa de un guisote de carne y no probó otra cosa que una raja de sandía, le espetó: “De güena cahta le vieni a la galga pa que sea rabilarga”.  Ti Cahta saltó como un resorte y le respondió: “Pa cahta cahta, la tuya y la su cahtaña, que la mujel cahta, con Dióh se bahta”, refiriéndose a la esposa del comprometedor, de la que se corría la voz que era machorra y no podía tener hijos. Y remató la faena diciendo: “Y pa galga galga, la tu comadri Antonia, que de herencia le vieni lo de rabilarga”, haciendo alusión a una vecina que arrastraba desde generaciones atrás el mote de tal raza de perros.

 

      Ti Cahta no era casta y, por ello, su dios inmaterial, al que representan como un gigantesco ojo que todo lo ve encerrado en un triángulo, no le bastaba.  Ella tenía otro dios de carne y hueso, bien dotado, que le preparó tres varones y una hembra mientras seguía corriendo la Rivera del Bronco como lo había hecho a lo largo de millones de años, la que criaba exquisitos barbos y bogas y en cuyas orillas tenía una hermosa huerta. En aquel pueblo perdido entre agrios terrenos de granito y de pizarra, los vecinos daban a la voz “casta” un significado posiblemente algo alejado al que tiene hoy en día, concebido desde una óptica política.  En sus términos, no había “ricachónih”.  Éstos eran los “señorónih” y “señoritínguh” que se pegaban la buena vida, sin doblar las rabadillas sobre la tierra y tenían un montón de jornaleros que les trabajaban de sol a sol por cuatro cochinos reales.  En aquel lugar, solo había algunos “riquínuh”, pero que no paraban ni de día ni de noche, trabajando tanto o más que algún que otro “criau” que tenían bajo su comando.  Aquellos paisanos jamás oyeron hablar de la estratificación social de la India y de la abolición del sistema de intocabilidad en 1950, por una ley constitucional.  Tampoco conocieron al dramaturgo Manuel Bretón de los Herreros, el que compuso satíricas estrofas: “Quizás cuanto más antigua,/con menos fe se atestigua/la pureza de una casta./¿Quién será el santo varón/que diga con juramento:/veinticinco abuelos cuento/y ninguno fue ladrón?”

 

     Aunque parece ser que ya se ha desinflado la reiteración del vocablo “casta”, tan continuamente puesto en boca por gente a la que nosotros no le negamos sus afanes por cambiar radicalmente este putrefacto país, la casta sigue ahí, insultando nuestra inteligencia y riéndose a mandíbula batiente de los más desheredados de la fortuna.  Esa casta que a veces parece algo inmaterial como el dios que no le bastaba a Ti Casta, pero que manipula nuestras vidas y haciendas sin que nosotros le hayamos dado permiso para ello.  Toda una mezcla de viejunos franco-falangistas (jamás falangistas auténticos), con cargos de responsabilidad en la dictadura y que, luego, se escondieron bajo las banderas del PP, como no podía ser de otra manera. Ellos continúan copando muchas crónicas y columnas, revestidos de falsos demócratas, advirtiendo, en estos tejemanejes de la investidura, que un “pacto a la portuguesa sería la perdición para España” (siempre con la palabra “España” en sus labios, como en sus tiempos del Frente de Juventudes, Colegios Menores y sindicatos corporativos). Más les valía que escucharan a José Antonio, cuya figura y obra prostituyeron: “Las derechas, sí, invocan a la Patria, invocan a las tradiciones, pero son insolidarias con el hambre del pueblo, insolidarias con la tristeza de esos campesinos que aquí, en Andalucía y en Extremadura y en León, siguen viviendo como se vivía hace 500 años, siguen viviendo como desde la creación del mundo viven algunas bestias.  Y esto no puede ser así”.  Ellos, ahítos de derechismo, tocan las campanas a rebato y exclaman a grandes voces: “cuando en un país gobiernan los que no ganan, los que pierden son los ciudadanos”.  Y no tienen empacho en derramar elogios hacia una formación tan nauseabundamente carcomida como el Partido Popular, o hacia Ciudadanos, a cuyos militantes califican de “regeneracionistas” y de buscar un “socialismo conservador”.  Juegan con las palabras como si fuesen canicas, pisoteando la histórica literalidad de los términos.  No tienen vergüenza.

 

     Decía el poeta y novelista romántico francés Víctor Hugo que “entre un gobierno que lo hace mal y un pueblo que lo consiente, hay una cierta complicidad vergonzosa”.  Que el PP lo ha hecho y lo está haciendo rematadamente mal, es indiscutible.  La derecha pertenece a ese stablishment financiero-económico-político-mediático que es una aberrante casta y cuya hostilidad contra las formaciones que desean repartir la tarta (llámense Podemos o Izquierda Unida) entre los más desvalidos raya en el odio perverso y hasta guerra-civilista.  Esa casta tiene tanto poder que es capaz de manipular conciencias para que miles de ciudadanos de la España profunda se vuelvan cómplices de ella, pese a que le comen el pan y le cagan en el morral.  Y a esa casta pertenecen, también, todos esos sujetos que se dicen de izquierdas y están a todas horas haciendo carantoñas y besuqueando a una formación que se salió del Parlament catalán para no verse en la tesitura de condenar la dictadura franquista.  ¿Acaso es que los pesoístas que han firmado el pacto PSOE-Ciudadanos no se acuerdan de los socialistas fusilados por el dictador o de los miles de compañeros que murieron en el frente defendiendo la bandera tricolor?  ¿Así, con esos cambalaches pactistas, guardan fidelidad a su memoria?  No se puede traicionar a millones de votantes y bloquear la actual situación de investidura por el hecho de no pactar con la verdadera izquierda.  Y, luego, hablan de pinza entre Podemos y el PP.  ¡Santo Dios!  Cinismo en su estado más puro.  Para pinza, la del PP-PSOE, que llevan veinte años votando juntos temas regresivos, carcas y propios de la más abyecta derecha, como la modificación del artículo 135 de la Constitución, el no someter a referéndum la monarquía o el apoyo a ese neoliberal, capitalista y servil Acuerdo Trasalántico para el Comercio y la Inversión (TTIP).  Y para pinza, igualmente, la que urdieron, en los años 90, la patética figura del ¿socialista? Felipe González y Jordi Pujol (un presunto ladrón de cuello blanco), para gobernar en comandita, arrinconando y criminalizando la honesta figura de Julio Anguita, el que renunció a todas las prebendas como diputado del Congreso y vive tan solo con su paga de maestro jubilado.

 

     Personajillos y personajuchos que hacen buena aquella afirmación de “los políticos se han convertido en una casta para sí misma, unos profesionales de la nómina”.  Fue Pablo Castellano Cardiallaguet y no otro quien lo afirmó.  Sí, nuestro amigo Pablo, militante del PSOE, verdadero socialista de izquierdas y republicano federal, tan distinto y tan distante a todos esos antiguos compañeros que se montaron en las puertas giratorias y, derechizándose, pasaron a formar parte de la perversa casta, la que blinda a reyes y banqueros, la que dice defender con uñas y dientes la soberanía e indivisibilidad de la nación española y lo único que ha hecho ha sido convertir a España en una exótica colonia del sur de Europa, bajo las riendas del Sacro Imperio Germánico.  La casta que lleva impregnados todos sus poros del elitismo conservador de las derechas.  Oigamos, de nuevo, a José Antonio: “Las derechas, como tales, no pueden llevar a cabo ninguna obra nacional, porque se obstinan en oponerse a toda reforma económica.  No habrá nación mientras la mayor parte del pueblo viva encharcada en la miseria y en la ignorancia, y las derechas, por propio interés, favorecen la continuación de este estado de cosas” (entrevista en el periódico “El Sol”, 9 de febrero de 1936).

 

     De haber sabido Ti Cahta sobre la mala baba caciquil de esta casta que hemos radiografiado, seguro que por su boca de escaso bocado habría exclamado: “Óbrah jadin linaji y no nómbrih ni trájih”.  Y se habría quedado con la boca abierta escuchando a Ernesto Che Guevara: “Hasta cuándo seguirá este orden de cosas basado en un absurdo sentido de casta, es algo que no está en mi contestar, pero es hora que los gobernantes dediquen menos tiempo a la propaganda de sus bondades como régimen y más dinero, muchísimo más dinero, a solventar obras de utilidad social”.  Ti Cahta no pudo oír al Ché.  Antes, le agarró La Pálida con su guadaña un día de Santa Eufrosina y San Diosdado.  Era el segundo sábado de noviembre de un año bisiesto (1952), en plena dictadura franquista.  Habían caído las primeras lluvias otoñales y ya iba La Rivera crecida, pero ella jamás volvería a ver su huerta ni a comer un solo pececillo frito, que uno solo le bastaba para cundirle el estómago y andar ligera de pies en toda la jornada, bajo ábregos, canículas y heladas.

     


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