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Me escriben por whatssap preguntándome cómo estoy, me llaman amigos para charlar un
ratito y hacer más distraído el día, cocino más que nunca y con cuidado, fijándome en
detalles en los que habitualmente no caigo, veo películas, escribo y leo sin parar.

No hace mucho he tropezado con la horma del zapato que necesito y encima ha sido un
éxito, el libro más vendido y todo lo que ello significa. Como cuando buscas un color
determinado, distinto a los que ofrecen los comercios y lo encuentras, aunque la oferta
sea minoritaria, y a la temporada siguiente resulta que se ha convertido en máxima
tendencia y te felicitas por tu perspectiva, más generosa que otras con el mañana. Ese
mañana que descubres cada vez que saltas de la cama temprano cuando aún el mundo
duerme y te crees que el día es solamente tuyo.

Que hay de malo en querer tener éxito? Ser talentoso, que se dice. Sobre todo si no
haces daño a nadie con tus acciones, más bien al contrario, muestras un camino, sirves
de ejemplo, ayudas a otros. En mi familia sobre esto hubo en su día un debate nunca
explicitado como tal: una parte de ella, firmemente convencida de lo importante del
progreso, encabezonada en salir de los límites impuestos, en tener otras miras distintas a
las que se dan por supuestas por el mero hecho de nacer en un lugar X, en una tribu con
unos apellidos (“¿y tú de qué familia eres? -preguntan por aquí-) y una determinada
economía. La otra parte, partidaria de dejar hacer, a la naturaleza, a los genes, a la vida,
implicándose en ciertas actividades seleccionadas, pero no en exceso, huyendo de la
búsqueda del éxito mundano por entenderlo como una gran montaña rusa, pura soberbia
que hay que desterrar.

Quien tenía razón? Lo desconozco. Y tampoco importa demasiado. Cuando llega una
tragedia personal o colectiva, todo se pone patas arribas en tu pensamiento y percepción
de las cosas, porque los sentimientos arrastran cualquier atisbo de racionalidad y encima
ésta no siempre tiene las respuestas adecuadas. Queramos o no, la pandemia, que nos
inmoviliza y aparta de los quehaceres habituales, no nos traslada al futuro sino que nos
devuelve al pasado, a los años de incertidumbre y de incredulidad de éste.

Como en el Decameron, escrito por Boccaccio. Nadie, al menos yo no, podía suponer
cuando lo leíamos por vez primera en el Bachillerato, que su argumento (10 jóvenes -7
mujeres y 3 hombres- resguardados en 1348 en una villa de las afueras de Florencia
durante dos semanas, huyendo de la epidemia de peste negra que asola la ciudad, se
narran entre ellos 100 cuentos sobre la inteligencia, el amor y la fortuna) podría estar
sucediendo en pleno siglo XXI y con parecidas reminiscencias.

La palabra, la voz, el relato…tienen efectos taumatúrgicos. Mi niñez estuvo siempre
presidida por la radio. Como ahora. De acompañante diaria. Mia y de un montón
grandísimo de personas. Aunque ayer a la noche algunas reclamaban compasión, -“os
escucho, pero me agobio porque todo el rato estáis hablando de lo mismo, de las
muertes, de la escasez, de los ancianos…-”. Personas solas que caminan pasillo arriba y
pasillo abajo, en sus casas, para no enmudecer del todo el cuerpo y el espíritu.
No se si lo entendería “Don Clemen…chass”. Así llamaba un amigo de mi padre al hombre
que conducía un programa radiofónico diario en Zamora. En realidad se llamaba
Clemenciano y daba consejos para la vida adulta. “Pero, ¿por qué lo llamas Don
Clemenchass, -inquirió curioso, un día, mi progenitor -?”. -“Porque cuando empieza dando
su nombre Clemen…le doy al botón de apagarse (chass), no lo soporto”-.

De todo hay, claro.


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