charo
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Abril decía el poeta, es el mes más cruel. No lo sé, pero sí ha sido el mes detenido, el mes confinado tras los cristales del miedo y de la obligación. Y mayo, maduro mayo, ese mayo pleno con flores a María ha venido con la rendija del paseo, con la ventana abierta a la brisa cargada de polen esperanzado. Y salen los niños, manitas de pitufo gritándole al aire, rodando patinetes, coches, carritos de muñeca, pelotas y bicicletas. Y salen los mayores, paso lento y seguro, los más con la boca amordazada y las manos enguantadas, pero también, los que pasean a cara descubierta, deseosos de tocar libremente el aire cargado de primavera, primavera, primavera.

La luz juega entre las columnas, se esconde por las esquinas, se deja fotografiar mientras los cuerpos ruedan por las aceras, apartándose el metro y medio de la nueva etiqueta. No nos damos besos ni estrechamos manos, nos miramos sobre la mascarilla, incluso tras las gafas de sol, ocultos, pertrechados, ajenos a la libertad del gorrión, la audacia del mirlo, el paso despreocupado de la elegante corneja de frac, las alas azuladas de puro negro. Porque tenemos el espacio libre del aire libre, de la hoja desplegada, de la grieta por la que revienta la hierba y la flor alimentadas de lluvia reciente, de sol que pica en la piel sorpresivamente desnuda. Estamos liberados por un momento de recreo, de libertad, de desasimiento… y nada, ni la muerte cercana, ni la enfermedad que nos ronda, ni el cansancio de quienes nos cuidan, tiene ya importancia.

Porque no valemos para estar encerrados, pájaros sin dueño. Porque queremos salir, porque tenemos el deseo irreprimible, indisciplinado, inconsciente, de la normalidad. Porque queremos que todo sea como antes y nos apresuramos a cortarnos el pelo, acariciar, compartir, comprar, regalar, comprobar que todo sigue igual… aunque no lo sea. Porque no lo es. O no debería serlo… sin embargo, qué deseo de normalidad, qué irrevocable, novedoso, deseable este deseo de normalidad. Que todo como antes tenga que ser.

Pero no lo es, no debería serlo. Quizás es que aprendemos poco. Quizás es que no queremos aprender. No son suficientes las cifras ni las pérdidas, no son suficientes los días tras los muros que aún nos abrazan, protegidos como nos creemos de toda perturbación. No lo son, sin embargo, cómo no emborracharnos de sol, de polen, de flores silvestres que nunca fueron tan bellas, tan luminosas, tan fáciles de poner en el jarrón con el que decoramos el interior que nos recoge aún en este tiempo de encierro. No lo es, nada de esto es normal, migajas de luz, monedas de calor que nos embriagan mientras olvidamos la falta, la pelea, la enfermedad, la muerte, el silencio, la geografía feroz de una enfermedad que no sabe de fronteras ni de paralelos ni de meridianos. Que no se nos olviden las manos que nos cuidan, las manos enguantadas, las manos azules de un cielo al que ahora miramos con ansias renovadas, sin que olvidemos que la caricia aún no es libre, que el tacto tiene una frontera… sin que olvidemos, nada. Porque nada de esto es normal… ni digno de agradecer.     

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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