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AQUELLA TORTURA DE JORDI PUJOL

OPINIÓN
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[Img #37995]Recuerdo el día en que conocí a Tarradellas, en su primer viaje a Madrid, en una suite del Hotel Palace, acompañado por el entonces ministro del Interior, Martín Villa, en aquellos balbuceos inquietantes de la Transición. Yo cubría la información de esa visita para Abc. Quiero recordar que le acompañaba su mujer. Me impresionaría su gran estatura y la historia que llevaba dentro, ya en esa segunda navegación platoniana, testigo de un sueño hecho realidad, las negociaciones con Suárez y aquel rostro con un rictus de preocupación. Era el año 1977, cuando vivíamos un sueño y esperábamos que, en el gran teatro de España, se alzara el telón de la Democracia. Ese proceso tendría una singular significación en Cataluña y aún guardamos en la memoria el instante, no exento de emoción, cuando aquel hombre, con nostalgia de su tierra, se asomaba al balcón de la Generalitat, se abrieron las puertas y pronunció la famosa frase:”Ciutadans de Catalunya: Ja soc aquí”. Qué tiempos: Y aún oigo, en la lejanía, los ecos de la caracola de esa Cataluña, tan grata para mí, amante de los versos de Salvador  Espriu, degustador de la prosa de Josep Pla, de la admiración por la humildad y grandeza de Gaudí y, otro tanto, con Dalí, al que vería, cercanamente, en la carabanchelera plaza de toros de Vista Alegre, con un traje estrambótico y su bastón.

 

Cuántas vivencias y recuerdos me traen esos tiempos, los primeros viajes en que vería buenas autopistas, mientras, en el resto de España, seguíamos con la viejas nacionales. Qué lejana aquella Cataluña de la actual, pues como Madrid. España se preparaba para ponerse al día; es decir: modernizarse. El trato con el insigne urólogo, doctor Puigvert, encuentros con intelectuales y escritores, Rafael Abella y Rafael Borrás, la cercanía con mi editor, el viejo Lara, como un patriarca andaluz y su gran mujer, María Teresa  Bosch, que se leía las novelas que se presentaban al Premio Planeta en una camilla; y el editor de Destino, Vergés. Todo ya tan fenecido que me lleva a la nostalgia y, como diría Vilallonga, es un error. Noches de premios Planeta y Nadal, la famosa agente literaria Balcells, incluso trataría al famoso portero del Barsa, Ramallet, sueño de cromos para el niño que llevamos dentro. Aquella “Vanguardia Española”, donde yo tenía compañeros, y los extremeños de la diáspora que enjugaban sus ausencias de la tierra en el calorcillo de los hogares. Aquella Barcelona que aún no miraba tanto al mar; y las corridas de toros, todos los jueves. Ahora, la belleza arquitectónica de la Monumental pretenden transformarla en mezquita.

 

Durante esa época, sin darnos cuenta, estábamos edificando la Democracia. Jordi Pujol ya tenía preparado su cuaderno de bitácora, y, entonces, no se palpaba ese amor actual por la independencia, aunque se fuera larvando en los nacionalistas. Por las venas de Jordi Pujol siempre correría la sangre nacionalista y el “volent le estatut” se iría ramificando hasta el sueño de la independencia. Qué interesante esa larga marcha y el libro que recomiendo: “Una vida entre burgueses”, de Manuel Ortínez, abogado y empresario, amigo de Tarradellas desde 1955, tras conocerse en París con la compañía de Josep Pla. Ahí se narra una “visión” que tuvo en el mes de agosto de 1976 en su casa de veraneo, en Calella de Palafruguell, mientras contemplaba el gran paisaje del Empordá:”Que la Monarquía reconozca a la Generalitat y la Generalitat reconocerá a la Monarquía”. Tarradellas aceptaría ese plan de Ortinez y el mensaje llegaría al Rey y a Suárez.

 

Entretanto Jordi Pujol había acabado su carrera de Medicina, inventado una pomada antibiótica que, aún hoy, se encuentra en farmacias, Neobacitrín, incluso tendría tiempo para aprender y hablar seis idiomas, cumpliría el servicio militar en Segovia, con su estrella de alférez y la política lo atraparía hasta ser Presidente de la Generalidad entre 1980 y 2003, tras fundar Convergencia Democrática de Cataluña. Quizás haya  olvidado Pujol – porque la vida es larga y, paradójicamente, corta – cuando se le juzgaría militarmente – pues era alférez -; y su calvario en una comisaría de policía de la barcelonesa Vía Layetana, en el mes de mayo de 1960. Ese día, tras cantar varios militantes, “El canto de la Señera” ante el Palau y serían detenidos, sin embargo Jordi Pujol no estaba entre ellos. Quizás alejado, pero sería detenido y los agentes obrarían, con tal brutalidad que, esa acción, Puyol la calificaría de tortura; y recibiría bofetadas, puñetazos, golpes con la porra y hasta pasaría por el calvario de lo que se llama “la cigüeña”… Siete años en la cárcel zaragozana de Torrero. De los siete cumpliría dos y medio y, posteriormente, sería confinado en Gerona. Ante este suceso, Jordi Pujol se ha mostrado siempre, tan cauto, que prefiere ni hablar de él.

 

En las ya lejanas fiestas, con motivo del Santo de Don Juan Carlos en los Jardines del Moro, coincidí con él y me pareció un hombre correcto, con aspecto de ampurdanés bien vestido – la ocasión lo requería -. Aquel hecho sería fuerte, pero, a esta edad, cuando tu compañera es la vejez que pesado debe ser el último el camino y  que larga la agonía.


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