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LA TRIBU: INFANCIA

OPINIÓN
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[Img #52954]Decía el renombrado polímata suizo y francófono Jean-Jacques Rousseau que “la única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a costumbres”.  Pero la lucha por la vida en años en que aún no había sido sustituida la economía de subsistencia de la tribu por la economía insolidaria de mercado había muchas virtuosas y laicas costumbres que no alienaban ni cortaban las libres alas de la infancia.

 

No hará más de cuarenta años que los infantes resbalaban por los muslos de sus madres en la casa familiar.  Era cosa acostumbrada en infinidad de villas y lugares de nuestros mundos rurales.  Y cuando el crío abría los ojos, se daba de frente con melladas sonrisas de viejas parteras, a quienes el título de comadronas se los dio la universidad de la experiencia.  Venían los niños a batallar con un mundo entre sábanas que, con su blancor, espantaban la densa oscuridad de los viejos cuartos.  Miguel Hernández Gilabert, al que sigo queriendo por lo grande que fue como cabrero y como poeta, trazó con encallecida mano los revolucionarios versos de “El niño yuntero”:

                                         

                                           Carne de yugo, ha nacido

                                           más humillado que bello,

                                           con el cuello perseguido

                                           por el yugo para el cuello (…)

 

Ciertamente, muchos hijos de braceros y yunteros, estaban predestinados, en aquellos años y en aquellas zonas donde había ostensibles diferencias sociales, a ser carne de cañón de terratenientes, de usureros y toda una infamante gama de caciques incrustados en las filas conservadoras de la derecha política y económica.  Poco se diferenciaban de los que, hoy en día, han aprobado en las Cortes reformas laborales contra las clases trabajadoras o extienden contratos basuras mientras gran parte de ellos, no conformes con sus privilegios y sinecuras, meten las manos en las arcas públicas y arramplan con todo lo que ven, siendo aplaudidos por una parte sustancial del respetable.  Políticos sin escrúpulos, enriquecidos hasta la náusea o aspirando a ser los nuevos ricos, aunque sean unos indocumentados y unos impresentables vendedores de crecepelos.  Ya lo afirmaba el novelista y poeta escocés Roberte Louis Stevenson: “La política es quizás la única profesión para la que no se considera necesaria ninguna preparación”.

 

Pero también los niños yunteros tuvieron sus infancias, al igual que otros chavales cualesquiera, lo mismo que un zagalín de una aldea del Camerún o de un caserío del Altiplano boliviano.  Nosotros tuvimos la enorme suerte de nacer a tiempo para corroborar la famosa frase de aquel otro prestigioso poeta : Rainer María Rilke: “La verdadera patria del hombre es la infancia”.  Nacimos cuando aún no hacía aguas la tribu, rodeados por rostros labrados por cierzos y con manos más duras que las propias piedras, pero que nos querían con locura y nos enseñaron a quererles a ellos.  No acabábamos de abrir las pupilas y ya nos estaban llevando en procesión a que nos echaran agua sobre nuestros cueros cabelludos.  Ritual del bautismo.  Todo un pretexto para realizar un rito de paso, con su correspondiente fiesta para los más allegados.  Y es que nuestros campesinos jamás se tomaron muy en serio los sacramentos de la Santa Madre Iglesia, a no ser el de la extraumación, cuando la parca se aproximaba con su afilada guadaña y ya no había vuelta de hoja.  “En ehta vida -como le escuché una vez a mi paisano Valerio Montero Corrales-, tó eh remediabli, hahta que la muerti habli”.  Ti Valeriu “El Negru”, que así le conocían en el pueblo por su atezada piel, dobló la servilleta con 101 años.  Sabía perfectamente que nada se podía hacer cuando la vio asomar su siniestra sombra junto al catre de su cama.

 

Cualquier rito de paso, que se remontaba en muchos casos a tiempos del rey Batueco (como comentan los jurdanos, refiriéndose a tiempos nebulosos y perdidos en la infinita y borrosa largura de su túnel), fue usurpado por la todopoderosa Iglesia de Roma y, cuando no pudo erradicarlo, le echó unas gotas de agua bendita y amañó todo un proceso sincrético.  Los labriegos han venido celebrando según sus posibles estas ceremonias, pero jamás se han tomado muy en serio el papel de los clérigos, muy amigos de juntarse con las fuerzas vivas de la localidad y solo acordarse del campesinado para doblegarlos con sus diezmos y primicias, asustarles con sus homilías apocalípticas y hacerles comulgar con ruedas de molino.  Por ello, la gente del campo, cuando la ocasión se le brindaba, armada de su secular socarronería, se mofaba en sus cuentos y chascarrillos de quienes se consideraban representantes de un cierto dios en la tierra. 

 

Nos remojaban la cabeza en la pila de la parroquia, nos colocaban muchas veces el nombre de un abuelo que se fue a aquella otra vida de la que no hay noticias y el vecindario se acercaba a dar la enhorabuena a los padres: “que dióh voh ayúi pa crial-lu con salú”, “que se jaga un güen mozu y sea una viga de suhtén pa la vuéhtra casa”, “que no se voh dehgracie y llegui a quintu rejinchandu con gran juerza”…  Luego, los padrinos, subidos en el balcón o desde la puerta de casa, iniciaban aquel otro rito de “la repelina”, lanzando puñados de calderilla monetaria y de caramelos y confites a la chiquillería.  Todo un ritual de contraprestación: se endulzaba la boca de los muchachos por las atenciones tenidas con la madre durante el embarazo y la cuarentena en la que se hallaba inmersa.  También los mayores recibían algún dulce y algún trago de aguardiente o de refrescos caseros.  Igualmente,  un ritual de salvaguarda o protección del rorro: entre más grande y sonada fuera la “repelina”, más cuantiosas serían las dichas a lo largo de toda la infancia.  La tribu, cargada de solidaridades y ayudas mutuas, en sus más puras esencias.

 

Se buscaban convecinos honestos para que aceptar la misión del padrinazgo: “quien tieni güénuh padrínuh se acrihtiana, y el que no loh tieni, moru será, anque sea de mala gana”.  De aquí el dicho tan en boga hoy sobre la excelente suerte de los que tienen buenos padrinos.  Parece ser que no la ha tenido Pedro Sánchez Pérez-Castejón, el que fuera, hasta hace cuatro días, secretario general del PSOE, y ahora rumia sus penas por haber sido descabalgado por la elitista caballería de su partido (no por los peones que le votaron), la cual, al día de hoy, no sabemos ni lo que quiere.  ¿Quién digiere eso de abstenerse ante la investidura del gallego de entrecana y florida barba y, luego, acosarle con una oposición de martillo pilón?  Lo mismo que poner una vela a Dios y otra al Diablo.  Nuestro “bellotari” Guillermo Fernández Vara, tan encorbatado y tan rasurado de cara, es de los que aguanta la vela de la abstención y de los que ha puesto toda la carne en el asador para dar un golpe (al que Josep Borrel Fontelles, militante del PSOE que fuera Presidente del Parlamento Europeo, ha calificado de “chusquero”) y, así, impedir y desbaratar un gobierno de izquierdas en este país.  ¡Mira tú que abstenerse ante la investidura de un señor cuyas salpicaduras de los hambrientos y corruptos tiburones le caen sobre sus impecables trajes…!  ¡Pero todo sea por el bien de España y a mayor gloria de la Virgen de la Montaña!

 

Fuimos estirando nuestros huesos después de andar a gatas.  La tribu entera nos iba indicando el camino a seguir.  Gran respeto siempre a los más mayores, de los que escuchábamos con la boca abierta y los ojos como platos su lucha por la vida.  Cuántos ratos arrellanados en cualquier sitio, sobre el santo suelo si llegaba el caso, atendiendo a las lecciones de cultura oral de los más viejos de la tribu, transmisores del saber antiguo y de toda una cadena de la que formaban parte desde cuentos, juegos o canciones hasta las leyes, derechos y deberes consuetudinarios.  Obedecíamos sin rechistar  y realizábamos pequeños recados.  De lo contrario, salían disparadas las galletas de cinco picos y nadie se molestaba porque nos las tuviéramos que comer a tragantones.  Los miembros de la tribu avivaban las brasas que llevábamos dentro y controlaban virtuosamente las llamas que se expandían por nuestras anatomías.  Ya lo decía el filósofo, escritor y humanista francés Michel de Montaigne: “El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es necesario encender”.

 

 “No hay tierra como la tierra de tu infancia”, que bien lo dijo el director de cine británico Michael Powell.  ¡Cuán cierto es!  Y los que, hoy en día, solemos reflexionar de vez en vez sobre los tiempos calamitosos de esta Transición política que no va a parte alguna y no acaba de hacer borrón y cuenta nueva consigo misma, afirmamos, sin pontificar absolutamente nada, que las infancias marcan ostensiblemente la adultez de los herederos de los cromañones y neardentales.  Razón llevaba el filósofo y filólogo alemán Frederich Nietzsche cuando advertía que “la madurez del hombre es haber recobrado la serenidad con la que jugábamos cuando éramos niños”.  Pero una cosa es la adultez y otra la madurez.  Porque adultos pueden ser todos los 78 imputados que hoy se sientan en el banquillo por los ascosos y escandalosos asuntos de las tarjetas negras de Bankia, o los cientos de imputados por los casos ERE,s en Andalucía; ¿pero acaso pueden presumir con la cabeza alta tales individuos de una madurez conseguida a pulso?  Y no digamos nada de toda la cuadrilla de facinerosos de “La Gürtel”, donde la dirección del que se conoce como Partido Podrido (PP) en numerosos foros y cátedras intenta por todos los medios conseguir la nulidad de tan mafioso caso.  Otro nuevo “Naseiro”.  Y suma y sigue.  Todos ellos, asperjados en neoliberales ceremonias con aguas emponzoñadas, desgraciadamente no supieron de otros actos ceremoniales más humildes y honestos, más divertidos y coloristas y más revoltosos y revolucionarios.  O no quisieron saberlo.  Y es que nunca creyeron en las solemnes palabras de aquel gran poeta (de cuerpo y de alma) que fue Pablo Neruda: “Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia”.  ¿Cómo iban a creer en ese “jardín salvaje” los nacidos en ricas y aristocráticas cunas si ellos no tuvieron una infancia como la del universal vate chileno?:

               

                    “Mi infancia son zapatos mojados, troncos rotos

                    caídos en la selva, devorados por lianas

                    y escarabajos, dulces días sobre la avena,

                    y la barba dorada de mi padre saliendo

                    hacia la majestad de los ferrocarriles (…)”

    

Ellos, los esclavistas, corroídos por putrefactas malatías, traidores a las clases trabajadoras, contemporizadores con instituciones antidemocráticas y amigos de sátrapas e imperialistas mueven en la penumbra retorcidos hilos con sus sucios dedos y buscan donde esconderse cuando la gente de a pie llega cantando:

                    

                          En la plaza de mi pueblo

                         dijo el jornalero al amo:

                         -Nuestros hijos nacen ya

                         con el puño levantado”.

 

También nuestro “bellotari” no supo dónde meter la cabeza cuándo un tamborilero jurdano, en “El Festivalinu” de Pescueza, se puso a tocar a tres metros de él el himno de la República.  ¡Salud!

    

                

              

    

 

                                       


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