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Deja la niebla envuelta en un sudario frío a la ciudad provinciana, y las mañanas de gasa incierta tienen el paso resguardado del abrigo, los guantes, el paso cauteloso sobre el asfalto resbaladizo. Es la humedad que gotea de las ramas, la que se helará más tarde en una cencellada generosa de belleza fría, de gélida quietud de piedra preciosa. El invierno nos traerá la punzada feroz, el estilete donde se refleja el frío, el agua congelada en el charco que pisamos con aún más cuidado, bota que envuelve el paso, madrugada que cruje a cada sombra.

En la mañana de la obligación pasean las gentes de la traílla, los repartidores de todo cuánto necesitamos, aquellos que trabajan y aquellos que acudimos a la cita ya ahíta de espera ¿Dónde estabas? Y yo me pregunto qué pensará mi madre que puedo hacer yo un sábado en la mañana, arrojada a la calle cubierta de niebla, a la ruta que recorro casi a ciegas. Mis pasos tienen querencia de un solo lado de la calle, ahí donde extraño a los amigos de la lata de cerveza que agotaron el verano sentados en el suelo. En el recodo del centro de salud, escalera generosa que apenas se usa, una estatua yacente se envuelve en el sudario de las mantas sucias y siempre pocas. Les busco y no quiero verles, su falta me consuela pensando que no están a la intemperie. Eran mis colegas de mirada, los que al saludar me decían que si tuvieran reloj, lo pondrían a la hora de mis pasos.

-Menos cachondeíto.

-Que sí, guapa.

Más allá, en el parque de los niños, la niebla hace de sus columpios de colores, estatuas abstractas para fijar en la cámara del corazón. La calle tiene una cualidad acuática. Es la niebla que baja y nos acaricia el corazón. La niebla que nos consuela de todos los males y nos regala lo incierto de su belleza.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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