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     -Con Franco se vivía mejor.

-Con Franco, tú eras joven y ahora no.

A mi padre, el mundo le parece de un desorden abyecto y vierte, en las tardes dominicales en las que se ha leído todos los periódicos, su preocupación en mi prisa.

-Es que el mundo está muy revuelto.

-Lo ha estado siempre, pero es que ahora tú te enteras.

A mi padre siempre le gustó la geografía. Extendía planos, mapas de carreteras, ramales y radiales de un tiempo peripatético en el que se sucedían los coches, el trabajo, la responsabilidad del autónomo siempre en vilo. Eran hombres que emprendían sin saberlo, construían sin proyecto, creían firmemente en su propia capacidad de salir adelante con tesón, trabajo y la fe del carbonero. Y el domingo, en vez de ir a Misa, se levantaban a las cinco de la mañana para beberse el aguardiente con churros y café y salir a patear los surcos y volver a media mañana con una liebre o unas perdices en el morral. Pana ensangrentada y gorra de cazador. Eran hombres, como Delibes, de callada presencia en el bar, si acaso las cartas en la mano, o el periódico local porque yo a mi padre nunca le vi jugar a los naipes del sobado paño verde.

El tiempo, el implacable, deja las pequeñas cosas tendidas en la cuerda de lo eterno, donde se mueve al viento, la bandera de la ropa limpia. Cerca de mi casa, en una de esas calles como pasillos donde un balcón es privilegio y la ventana se gana con una jardinera, alguien cuida bonsáis tan extraños entre tiestos de geranios y alguna adelfa que me quedo mirándolos cuando salgo de la carnicería de barrio donde compro, cuarto y mitad, la semana de la mesa. Un ejercicio de jardinero oriental exquisito y exótico que reverencio desde abajo, entre ropa interior tendida, cajas, un triciclo perdido, una maceta solitaria de algo ya seco y petrificado. El vecino no tiene patio ni balcón, pero sí ventana que adorna con sus magníficos ejemplares, con esa inusual belleza que se recorta frente a las demás ventanas, visillo y cortina, cerrada persiana. Es un empeño de tijera y recorte en la calle sencilla, apenas un pasillo ornado de coches, tan estrecha la acera que no cabemos mis bolsas, el que viene bajando y yo.

-¿Qué te pongo?

Y en la barra del bar cercano, el hombre que heredó la barra de su padre y este del abuelo, pone un chato de vino sin preguntar a los parroquianos que son puntuales como los días del calendario. Yo voy menos y me preguntan, pero si acompaño a mi padre por sus predios, no hay que preguntar, un blanco en verano y un tinto en invierno y por la mañana, el café y el periódico donde comprobar, día de diario, que el mundo está revuelto y que hay demasiados coches. Las monedas, el pan nuestro de cada día, la taza blanca, el papel que cruje… la medida del tiempo es ese eterno trasegar de afecto.

-¿Lo mismo que tu padre?

Lo mismo. Y un sentimiento feroz de pertenencia, de exquisita nostalgia por lo que no cambia. Por las pequeñas cosas. Tiempo que se remansa. Vas a tener tú razón y entonces yo leía menos…         

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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