La Convención contra la tortura fue aprobada en la Asamblea de la ONU el 26 de junio de 1987 y esa fecha se ha consagrado como un día especial para manifestar el apoyo a las víctimas de tan terrible práctica. Hay que clamar expresamente contra esa perversa aplicación, porque en el mundo de hoy es inadmisible esta siniestra forma de proceder que han combatido importantes intelectuales de todos los países civilizados.
Ya en el siglo XVIII el famoso penalista italiano, Cesare Becaria en su obra “De los delitos y de las penas” expresaba su repugnancia por toda clase de tormentos y relataba como ejemplo de horror, el castigo que se impuso al ciudadano Robert Amiens que hirió con un cuchillo a Luis XV. Los jueces ordenaron algo terrible: que el reo sufriera dos clases de tormento: el ordinario, y el extraordinario. Si el tormento ordinario era espantoso el extraordinario, llamado “de los borceguíes” estremece solo con su descripción, consistía en colocar las piernas del condenado entre cuatro tablas e introducir cuñas a martillazos para que los huesos saltaran por la presión. Al comunicar la sentencia al reo, este exclamó con sarcasmo: “Parece que la jornada va a ser ruda” y así fue.
Se propuso la reforma de la legislación que eliminara los castigos físicos defendiendo que la finalidad de las penas no es la de atormentar al reo sino únicamente impedir que el encausado pueda causar nuevos daños y servir de ejemplo para que los demás conciudadanos se abstengan de cometer delitos. Sus teorías fueron criticadas en principio hasta el punto de que su obra tuvo que publicarse en la clandestinidad si bien los pensadores de toda Europa se estremecieron con ellas. Parece que el Código Penal Británico siguió sus criterios, probablemente por la influencia de Jeremías Bentham.
Este diario ya expuso los horrores de esta situación pero es preciso recordar siempre que sea posible la inhumanidad de los hechos en el día mundial para tenerlo presente. Algunos pensadores han clamado por una justicia humanizada en la que se eliminen los castigos físicos. Es muy conocido el planteamiento de Alessandro Manzoni en su obra “Historia de la Columna Infame.”, reeditada no hace mucho, contra el sistema judicial de la época narrando la abominable historia procesal que condenó a atroces suplicios a un barbero y a su ayudante acusándoles de haber propagado la peste que asoló la ciudad de Milán con ungüentos esparcidos por los muros y las casas. Los infelices, tras sufrir horribles tormentos, llegaron a admitir ser los autores de tan inverosímil crimen. En eso se basó el sistema judicial “pues era menester una grave advertencia para que no volvieran a repetirse tan execrables crímenes”. Aquél proceso fue realmente memorable y ha pasado tristemente a la posteridad.
Con esta obra, el autor tenía la intención de conmover a los lectores con la descripción de las torturas aplicadas por los representantes de un sistema procesal y social que utilizó esa práctica siniestra para obtener la confesión de los reos, sabiendo a ciencia cierta que se trataba de un delito imposible física y moralmente, que la peste no se había extendido por actuación alguna de aquellos infelices.
En España recordamos con espanto el “crimen de Cuenca” en el que se condenó a dos campesinos acusados de haber matado a un labrador desaparecido, hecho que reconocieron tras inicuas torturas y tiempo después el “asesinado” se presentó. Se había ido sin despedirse y vivía en otro país ajeno al drama .La consternación de todos no alivia el sufrimiento de unos pobres acusados, de sus familiares y de todos los paisanos.
El gran escritor Leonardo Sciascia manifestó su indignación porque se torturara a los acusados y testigos que, según sus palabras, está en la más palpitante actualidad pues estamos comprobando que ciertos mecanismos perversos no son privativos del siglo XVII y por ello “los errores del pasado han de rememorarse de continúo y preciso es, vivirlos y juzgarlos en el presente”.
Es verdad que en esa época la tortura se aplicaba en casi toda Europa, excepto en Suecia y en el Reino Unido, que había excluido este medio cruel para obtener la confesión al no admitir como prueba del delito o de la inocencia la confesión obtenida en el interrogatorio del reo, y como señala Antonio Gómez tampoco se practicaba en el Reino de Aragón.
Justo es que se recuerde nuevamente el deleznable proceso penal para que sirva de ejemplo y exigir la erradicación de la tortura en un día mundial. Hay que juzgar a los delincuentes con todas las garantías por muy perversos que hayan sido sus crímenes, como corresponde al Estado de Derecho y establecen las Cartas Magnas, las Declaraciones de Derechos Humanos y las Convenciones Internacionales cuando determinan que nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Ese es el comportamiento que exige un sistema en el que se respeta el Derecho.