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A la niña bonita nunca le compré una Barbie no por feminismo, que también, sino porque las únicas muñecas que le gustaron un tiempo eran pelones tan dulces que olían a bebé y se dejaban arropar en lo más tórrido del verano, ea, ea, ea. Tenía la niña bonita hechuras de pueblo y adoraba aquello de andar por el suelo de cocinitas, machando cachitos de ladrillo y yendo a la compra con papelitos. Lo suyo era el rato de parque infantil y subirse a los toboganes para emborracharse de vértigo y guardar palos y piedras en el bolso de su madre, que yo llegaba al trabajo cargada como Sísifo. Aún hoy, en las raudas visitas al mar, sigue metiéndome en la bolsa de playa los cantos rodados por esa ola que no cesa y que a las dos nos hipnotiza, y a la vuelta encuentro por la maleta un rastro de piedritas lamidas por el agua, tan puras en su redondez como los muñecos que aún guarda envueltos en las mantitas que le hizo la abuela ahí donde su memoria empieza a amueblarse de pasado inmediato.

Tuvimos una casa por cuyas ventanas se metían el campo y la encina bajo la que pacía, poderosa y confiada, una yegua blanca a la que aprendió mi hija a dar galletas y a tocar los belfos a través de los barrotes. Nunca me perdonó ella la mudanza y durante meses aparecieron en los lugares más inverosímiles hojas de encina, palitos, piedras y restos de los alrededores de la casa dejada. Por suerte el pueblo de los abuelos estaba al alcance de sus dedos trasplantados y siguió guardando piedras y palos y regando macetas y tomateras. Pero la ausencia de la yegua y su sombra densa y la libertad de aquella casa grande sigue ocupando una estancia de la memoria de las dos que se puebla de sonidos de noches quietas y pienso ahora, rodeada de gente, en el espacio acotado de un piso que comparte ruidos y ventanas con el vecino, que nunca tuvimos miedo salvo a la víboras y a las arañas, que siempre miramos por la ventana confiando en la luz del día y en la sorpresa del relincho. Casa llena de bloques de construcción, de libros, de palos y piedras, casa abierta para salir a jugar a la calle y sentarse en el escalón de la puerta de la vecinita que sí, que tenía una Barbie tan estrecha y afilada como una daga y que a la niña bonita le hacía mucha gracia porque era una muñeca con tetas.

A ella a la que nunca le compré una y me ahorré los trajecitos, los complementos, las casitas y sobre todo, al Ken de acompañamiento, pero ahora, que tanto nos reímos del color rosa y de la estética absurda de aquella muñeca letal como un puñal, me pregunto si no hubiéramos necesitado las dos un poco más de glamour y menos piedras, palos y Pokemon. O no y nos bastó con todo lo bello, agotador y solitario que tuvimos.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.


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